Cuando llegó la primera locomotora de vapor vivían en Asturias menos de 400.000 personas, hoy hay más de un millón. La población mundial se ha multiplicado por siete en los últimos 200 años. Pero es que no sólo somos más, sino que cada uno de nosotros consume mucho más y, por lo tanto, ejercemos un mayor impacto sobre el planeta. Uno de los efectos mejor documentados es la cantidad de un gas, el CO2, que generan las actividades humanas y que es responsable de la acidificación de los océanos y de lo que se conoce como efecto invernadero. Los niveles elevados de este gas en la atmósfera tienen una serie de repercusiones sobre el clima que en general se traducen en más calor y sequías frecuentes. Estas tendencias son observables y predecibles a escala global si se consideran valores promedio, lo cual implica que en algunas regiones no se observen estos cambios o que se produzcan en la dirección opuesta. Por todo ello, el fenómeno se conoce como cambio climático global.

Estos cambios ambientales tienen efectos apreciables sobre la naturaleza. Por ejemplo, se han documentado variaciones en el momento del año en que se producen la floración o la migración, además de modificaciones en el área de distribución de animales y plantas. Esto ha provocado la extinción de algunas especies y la pérdida de biodiversidad a escala global. Puesto que ecosistemas empobrecidos generan menos servicios para las poblaciones humanas, los efectos del cambio climático global sobre la naturaleza también tendrán consecuencias para los humanos. La producción de alimentos depende de actividades como la ganadería, la agricultura y la pesca, que, a su vez, requieren de unos ecosistemas saludables. Si los cambios producidos sobre el clima por las actividades humanas empobrecen los ecosistemas, entonces el abastecimiento de alimentos se verá afectado.

Más allá de ideologías y creencias que niegan la evidencia científica, parece obvio que no vamos por buen camino y que tendremos que hacer algo. El lema de moda dice que hay que pensar de manera global pero actuar a escala local, que es donde nuestras acciones pueden tener un efecto más apreciable. Otra consigna que se ha hecho popular recomienda reducir, reutilizar y reciclar con el objetivo de minimizar la cantidad de energía y de materias primas que requiere nuestro estilo de vida. Los avances científicos han logrado tecnologías más eficientes que nos permiten mantener nuestro nivel de vida usando menos recursos. En cualquier caso, es imprescindible mantener una perspectiva global para comprender el fenómeno del cambio climático.

En Asturias se aprecia un aumento de la sensibilidad ambiental y proliferan las campañas públicas y las iniciativas particulares para tratar de reducir nuestro impacto sobre el medio ambiente. Sin embargo, con frecuencia se utiliza el cambio climático como explicación para problemas cuyas causas no conocemos suficientemente bien. Por ejemplo, si se pescan menos salmones en nuestros ríos o se extingue el urogallo en nuestros montes es más fácil culpar al cambio climático que asumir la parte de responsabilidad que le toca a cada uno, a los que explotan el recurso y a los que tienen la obligación de conservarlo. Falta evidencia científica de que el cambio climático haya tenido algo que ver con el declive de estas u otras especies, o con cambios en los ecosistemas de la cordillera Cantábrica. El peligro radica en que se utilice el cambio climático como excusa para bloquear los esfuerzos en materia de conservación o dejar a un lado la investigación sobre las causas del deterioro de nuestras especies y ecosistemas ante la imposibilidad de parar el cambio climático global.

Mejor intencionada parece la propuesta de adaptar o preparar los bosques asturianos para el cambio climático. Por desgracia, es difícil predecir cambios en el clima a escala local. Podemos pronosticar cambios en el clima global, pero a nivel local la incertidumbre es mucho mayor, y aunque el planeta se caliente, algunas regiones podrían enfriarse. Además, el cambio en los regímenes de precipitaciones puede producir sequías a nivel global, aunque en otras zonas llueva más o de manera más irregular. El problema es que la experiencia demuestra que las intervenciones sobre algo tan complejo como un ecosistema suelen tener consecuencias diferentes de las deseadas y, a menudo, catastróficas. Sería más eficaz dedicar esfuerzo y recursos a conservar nuestros ecosistemas, puesto que los ecosistemas sanos son mucho más resistentes a perturbaciones y cambios ambientales que los que están ya afectados por la sobreexplotación o la reducción y deterioro del hábitat.

En conclusión, parece mejor idea tratar de mejorar la calidad de nuestros ecosistemas a escala local, que es a la que podemos ser efectivos. Desde Asturias sería difícil hacer algo para salvar un arrecife de coral en el golfo de México amenazado por un vertido de petróleo. Pero podemos dejar de plantar eucaliptos o evitar que se destruya una zona de gran valor ecológico para abrir otra mina de carbón a cielo abierto. Es decir, podemos actuar a escala local mejorando el estado de conservación de nuestra naturaleza y, así, nuestros ecosistemas serán capaces de seguir prestándonos servicios a pesar de cambios ambientales como los que podría experimentar Asturias.