Uno se cruza en todo momento por la calle con un adolescente que lleva miles, o millones, de datos en su pequeño reproductor de MP3 -en bites que convenientemente procesados hacen que cante Lady Gaga-, pero sucede que el Ayuntamiento se niega a entregar a la oposición del PP unas 10.000 facturas porque ello paralizaría el trabajo del Consistorio.

Ítem más: el ministro o ministra de Hacienda lleva cada año al Congreso los Presupuestos Generales del Estado -mejor o peor hechos- en un «pen drive» que ocupa menos que una barra de labios (y que Salgado nos perdone por esta comparación de género), pero la municipalidad de Gijón dice que no puede con unos miles de minutas.

Aquí hay algo que no cuadra, porque hará unos 12 años que se inauguró la pescadería municipal y Areces dijo, ya entonces, que el Ayuntamiento entraba en la «democracia telemática» y tal y tal, pero esto de la informática al servicio del ciudadano debe de ser una historieta que cada poco nos cuenta algún concejal.

Total, que el peso de las facturas derrumba a nuestro Ayuntamiento, aunque no vamos ahora al dato mismo de esas notas, que con seguridad han sido pagadas religiosamente. Lo que nos suscita temor en este momento es el peso de las facturas que responden a todo lo que los ayuntamientos han gastado alegremente hasta la fecha y que ha contribuido a que la economía española sea un enfermo en situación gravísima. Echamos una mirada alrededor y vemos los dispendios y despilfarros del Acuario de Poniente, o de las fachadas acristaladas del muro de San Lorenzo, o del futuro supermuseo de Tabacalera. Esas facturas sí que nos pesan una barbaridad.