La semana pasada acontecía en mi familia un hecho un tanto singular; singular no por lo curioso o raro del asunto, sino porque me recordó un tiempo en que era frecuente y yo ya tenía olvidado. Aunque, como no quiero en ningún caso pecar de exagerada, y como recuerdo con frecuencia aquello que decía mi abuela cuando puntualizaba algo hasta el más mínimo detalle de «para que el diablo no se ría», debo aclarar que no sólo ocurrió en mi familia, sino también en las de los compañeros de colegio de mi hija.

La anécdota que me dio qué pensar fue la siguiente: cuando volvía del colegio, mi hija apareció cargando una cajita de cartón rectangular, cuyo peso se añadía al de la mochila que porta habitualmente. En el interior de la caja había un tomo de un diccionario enciclopédico, similar a todos los que hay en mi casa y había ya en casa de mis padres. Dicho tomo era una muestra que debía devolver al día siguiente si no estábamos interesados en comprarlo.

Alguno de ustedes puede estar prensando ¡vaya tontería!, pero antes de ello recapaciten: ¿cuánto tiempo hace que no reciben la visita de un vendedor de libros?, quizás es que pasan de largo por mi casa y se acercan a las suyas, pero lo cierto es que a mí intentan venderme servicios variados, pero con el auge de internet, hace mucho que no llaman a mi puerta para venderme una enciclopedia.

No lo hecho de menos, claro está, yo busco los libros que quiero o, en ocasiones, ellos me buscan a mí, pero siempre desde una estantería, un mostrador o cualquier medio de comunicación al que yo accedo.

Mi hija tuvo que volver a cargar con la cajita otra vez en dirección al colegio y a mí me dio un poco de pena del vendedor de diccionarios enciclopédicos, me pareció casi un empleo altruista, porque me resulta difícil imaginar a los niños de ahora abriendo libros para buscar los datos que necesitan en sus trabajos en lugar de presionar algunas teclas y pedirle a cualquier buscador en la red que se los acerque. Yo misma abro y consulto poco los varios metros de enciclopedias que veo desde aquí, últimamente me relaciono más con «míster Google». Mea culpa, lo reconozco.

En fin, que serán cosas de esta crisis que dicen que no hay, pero luego resulta que sí y que hará que cualquier día nos encontremos frente a jóvenes, señoras y caballeros que, a falta de otra ocupación laboral, nos saludarán por la calle para intentar vendernos nardos, como en aquella famosa zarzuela. Otra cosa será que tengamos con qué comprarlos.