La democracia reposa en la presunción de que los vulgares elegirán a los mejores gobernantes, pero nadie lo diría en un somero repaso del elenco de líderes planetarios. Sin incurrir en el «abuso de la estadística», que le costó el Nobel a Borges por identificarlo con el veredicto de las urnas, el milagro de la excelencia destilada por la masa se asemeja a la mano invisible que guía los mercados desde Adam Smith, y con resultados también evidentes. En el ejercicio de su acreditada temeridad, Zapatero quiso corregir esas disfunciones digitando a los mejores en soledad, sin interferencias de la colectividad que lidera. Sin duda estaba poseído por una frase aforística de Rafael Sánchez Ferlosio, «el Nosotros, como se ve en las unanimidades totalitarias, es muchísimo peor persona que el Yo».

Por desgracia, Tomás Gómez no se creyó la encuesta de Zapatero -los políticos no confían en los sondeos, porque los pagan- y abocó al PSOE a la confrontación que se pretendía evitar. Desde que se produjo la colisión entre el Goliat presidencial y el David madrileño, digerimos una ingente cantidad de artículos de eminentes socialistas, donde se defiende el mecanismo de las primarias con tanto ardor que el lector está a punto de olvidar que se convocaron porque no quedaba otro remedio. Nadie duda de que el fervor de los autores surge de la convicción ideológica y no del oportunismo, y que sólo el descanso estival les ha dejado tiempo para plasmar por escrito unas ideas retrasadas por su apretada agenda, pero la coincidencia resulta curiosa.

En Zapatero siempre hay un planteamiento pedagógico subyacente, y la feroz batalla por Madrid se ha revestido de la búsqueda de «los mejores», antes por voluntad unipersonal y ahora colectiva. Si el PSOE necesita una depuración óptima para derrotar a Esperanza Aguirre, y ni aun así tiene garantizada la victoria, habrá que concluir que los socialistas cimientan con brío la leyenda de la presidenta madrileña. También aquí disponen de una respuesta los entusiastas repentinos de las primarias. Dado que en las próximas semanas se hablará exclusivamente del Gómez contra Jiménez, el monopolio informativo favorecerá los intereses de la izquierda. Este argumento recuerda a quienes mantenían que el PP ganaría forzosamente las elecciones, si Urdaci copaba la información televisiva.

La meritocracia puede resultar un feliz antídoto contra la mediocracia o gobierno de los mediocres, pero la aplicación ilimitada de la doctrina de «los mejores» delata peligrosas contradicciones. Por ejemplo, obliga a considerar que Zapatero, Blanco y Pajín son «los mejores», un manifiesto que requiere una notable suspensión de incredulidad. Rajoy no reclama esa condición, lo cual demostraría que conserva un mínimo sentido del ridículo. También es arriesgado otorgar la excelencia a través de un sondeo. Sólo uno de cada cinco madrileños puede nombrar a Tomás Gómez a un año de las elecciones autonómicas. Trinidad Jiménez no supera abrumadoramente esa cifra -uno de cada cuatro-, pero queda claro que también Carme Chacón aumentaría apreciablemente las expectativas de José Montilla en Cataluña. La dictadura de lo óptimo obliga pues a un recambio en el candidato a la Generalitat catalana, aunque tal vez el presidente del Gobierno considera que «el mejor» para el PSOE es Artur Mas, y rema en consecuencia. Dado el descontento generalizado con la clase política y los líderes del bipartidismo, una encuesta al respecto colocaría a Felipe González por encima de Zapatero, y a Aznar con mejores porcentajes que Rajoy. Tampoco aquí se va a instaurar el despotismo de «los mejores», sino que se aplicarán medidas más burocráticas para consolidar las candidaturas.

Finalmente, la escuela de panegiristas de las primarias forzosas acaba comparando el duelo Jiménez/Gómez al enfrentamiento Obama/Clinton, que decidió el candidato demócrata. Su confusión de la colisión cósmica y la castiza confirma que dominan la política internacional con tanta destreza como la nacional. Aunque el engolamiento de la política estatal venía monopolizado por el PP, cabe agradecer a la derecha que no se haya sumado al arrebato por «los mejores» y que se mantenga apegada a los más votados, por corruptos que sean. Sobre todo, porque Bertrand Russell mantenía que los electores apoyan a candidatos más bien tontos -con perdón, ya saben cómo era el viejo pensador-, en evitación de tentaciones absolutistas.