Oigo con asombro manifiesto una noticia en la que nos cuentan que Alfonso Graña, natural de Orense, llegó a Perú como emigrante en 1920. Hasta aquí se trataría de un hecho perfectamente normal, si no fuera porque llegó hasta los poblados jíbaros del Alto Marañón donde habitaban cerca de cinco millares de nativos. No se sabe con qué artilugios, actuaciones o seducciones de cualquier tipo llegó a convertirse en jefe de aquellas tribus donde vivió el resto de sus días, protegido y respetado, hasta que un día de 1931 falleció. Pero no murió en vano, se había convertido en un defensor de la poligamia, tanto que a su muerte dejó la nada despreciable cifra de medio centenar de nietos. Tras él su hijo heredó la jefatura que ejerciera el gallego Alfonso y en la actualidad es uno de aquellos nietos quien manda sobre los jíbaros que sobreviven.

Esta noticia trajo a mi memoria unas informaciones leídas tiempo atrás, en las que se demostraba que había existido durante el siglo XIX una trata de gallegos en Cuba, muy similar a la que desde siglos antes se había llevado a cabo con esclavos negros africanos. De los emigrantes que se fueron a Cuba, la más conocida es la problemática gallega, por ser numéricamente mayor y darles a los hijos de las cuatro provincias condiciones similares a las de los negros esclavos, los asiáticos y los indios yucatecos. El proyecto de llevar colonos a Cuba correspondió a otro gallego, Urbano Feijoo Sotomayor, comerciante en La Habana, accionista del ferrocarril de Sagua y diputado a Cortes por la provincia de Orense. El diputado orensano pretendía disponer de un hombre -según sus palabras- inteligente, fuerte y obediente, cuyo trabajo debía ser por todos los conceptos muy superior al del esclavo negro de primer orden.

Si se tiene en cuenta que en aquellos días Galicia atravesaba serias dificultades económicas, que los gallegos eran proclives a emigrar y que había un sobrante de población, no le fue muy difícil seducirlos con algunas mentiras. Así, se compraron gallegos a 80 pesos por cabeza, para ser luego vendidos en Argentina, e incluso, según un informe de la época, se encontraron trescientos campesinos gallegos en Río de Janeiro, donde custodiados por esclavos negros a golpes de látigo eran instruidos en el arte de matar, si era necesario, a sus semejantes por este método. La Junta había autorizado la emigración gallega bajo los argumentos de la precaria situación en los campos, la pérdida de negros en Cuba por el efecto del cólera y con la idea de fortalecer con blancos la seguridad futura de la isla. Se estipuló, después del tiempo de aclimatación, ubicarlos laboralmente con una remuneración de no más de seis pesos mensuales, durante los cinco años de contrata, y la entrega de vestuario dos veces al año, que consistiría en tres camisas, un pantalón, una blusa, un sombrero de paja y un par de zapatos. También se contemplaba -en teoría- que tras este plazo regresarían libres a su tierra quienes lo reclamasen. No fueron así las cosas.

Tras una azarosa travesía, los que sobrevivían debían enfrentarse al clima, al cólera antes citado y al maltrato físico al que fueron sometidos. Como los negros esclavos, los yucatecos o los chinos, los gallegos nada más pisar tierra se encontraron con el cepo, los azotes y la escasez de comida. El testimonio más revelador está en la correspondencia que ellos enviaban a casa, que muchas veces la empresa los obligaba a entregar abierta, para que en caso de no ser de su agrado fueran intervenidas. Una de ellas dice textualmente: «Nos traen peor que negros, nos traen descalzos y desnudos y sin camas, nada más que unas esteras debajo de nosotros en unos tablados; pues la mortalidad nuestra fue el no tener aclimatación ninguna, ya que hemos trabajado mucho y sin provecho. Matan a la gente con palos y los ponen en el tronco y el cepo de campaña?».

En 1881, Antonio Conrado, valiéndose de esta correspondencia, sacó a la luz las aterradoras artimañas del diputado Feijoo Sotomayor para reclutar a sus víctimas. Era el mismo proceder que siglos atrás los propietarios de esclavos venían empleando, aunque en esta ocasión con más crueldad porque se aplicaban a compatriotas, que en todo caso merecían un trato diferenciador de los negros. Éste fue el razonamiento. El escándalo llegó también a las Cortes de la mano del diputado San Miguel, que lo acusó de engañar a unos pobres gallegos, que no sabían dónde estaba la isla de Cuba, ni tampoco sabían a qué se comprometían, vendiendo por cinco años su libertad o, lo que es lo mismo, haciéndose esclavos por el mismo período. Se creó en las Cortes una comisión para investigar los chanchullos de Feijoo, dictaminándose que se declarase la libertad del emigrante a continuar bajo las condiciones del contrato, en cuyo caso contrario sería rescindido a su elección. Lo que en el fondo supuso: dejar a los gallegos sin posibilidad de exigir responsabilidades por el trato recibido, pero se dio fin a la pesadilla que habían sufrido. Está claro que en caso de elección yo hubiera escogido estar con los jíbaros antes que con Feijoo Sotomayor. Después de esto, a mí si me dicen que han encontrado un gallego en la Luna, sonreiré por fuera, pero por dentro me lo creeré sin objeciones.