Se han cumplido 35 años de la proclamación como Rey de España de Juan Carlos de Borbón por las Cortes todavía franquistas y los comentarios de los medios han sido, en general, elogiosos hacia la labor desarrollada por el Monarca. Los que nacieron en la etapa democrática ven su figura con la misma familiaridad con la que se contempla en casa la foto del abuelo, o en la ciudad natal la estatua de un prócer. Es decir, una presencia que ya estaba allí por alguna razón de orden superior que no se discute. Para los que llegamos a la vida con el general Franco en el sitial de regente de facto de un linaje a escoger, la figura de Juan Carlos es la de un niño de sangre azul que vino a prueba por si podía valer en su día para sustituir al dictador. En el caso hipotético de que éste decidiera morirse, una especulación por la que podían llevarte a comisaría a poco que te atrevieras a exponerla en público.

A los de mi generación, aunque era mayor que nosotros, el niño Juan Carlos nos daba pena porque lo percibíamos muy solo, alejado de su familia y sometido a las enseñanzas de unos tutores escogidos por Franco. Más o menos, la misma pena que nos producían los compañeros de colegio sometidos a régimen de internado. Y todas las fotos que veíamos de él, o sus fugaces apariciones en los noticieros del «No-Do», nos producían la misma impresión: un niño triste y rodeado permanentemente de personas mayores que le decían lo que tenía que hacer, o no hacer, o le tomaban la lección. Quizá lo único que le envidiábamos era que, por su alta condición, no recibía de los profesores tantas bofetadas como recibíamos nosotros, ni lo dejaban castigado los domingos por alguna falta leve. En lo demás, la comparación nos era totalmente favorable. Al menos, disfrutábamos, a veces, de una cierta libertad lejos de la vista de profesores, padres, curas y demás elementos represores. Que había muchos entonces.

Vista con la perspectiva que dan los años, la figura de Juan Carlos ha ido ganando con el tiempo. Durante la dictadura, el régimen permitió que se propalase la especie de que el oficioso aspirante al trono era un poco corto de entendederas. Una versión que era grata de oír en ciertos sectores de un falangismo residual y sedicentemente partidario de una salida republicana, y ya no digamos en las catacumbas de la oposición de izquierdas. A propósito de ello, se hicieron muchos chistes, y casi todo el mundo apostaba que, a la muerte del dictador, el hijo del exiliado Juan de Borbón pasaría a la historia como Juan Carlos el Breve. La sorpresa vino después. Detrás de la figura sombría de Franco, y bajo aquel aspecto aburrido, de pazguato que no se atrevía a casi nada, había un Borbón hábil en asuntos de Estado y simpático en la relación personal. Metidos como estamos en la tercera restauración borbónica (los Borbones van y vienen en la historia de España como Pedro por su casa), Juan Carlos ha cumplido 35 años en el trono. Once menos que Felipe V y diez menos que su bisabuelo Alfonso XIII. Bajo su reinado (así se decía en mi época escolar) se dio la etapa democrática más larga de la historia de España. Aunque no todo el mérito es suyo, claro.