Leyendo la biografía de Thomas Jefferson he caído en la cuenta de que una de las causas principales del inicio de la Revolución Francesa fue el masivo endeudamiento del país. Jefferson, que en aquel momento era el embajador de EE UU en Francia, desarrolló junto con Lafayette un principio político, lleno de sentido común, que afirma que cada generación debe pagar las deudas que ha generado. En realidad, Jefferson apelaba a una especie de responsabilidad intergeneracional según la cual el pasado no debe ser una carga insoportable para las generaciones venideras. El endeudamiento tiene un rostro amable, pero con facilidad se puede convertir en una droga adictiva. Así lo ha señalado Charlie Munger, el legendario socio de Warren Buffett al frente de Bershire Hathaway, quien en una ocasión afirmó que los tres atajos que conducen al hombre a la miseria son las drogas, el alcohol y las deudas; y, en gran medida, la crisis económica que vivimos hoy es una crisis de deuda -pública pero, sobre todo, privada-. Sencillamente hemos pedido prestado demasiado dinero para mantener un ritmo de vida superior a nuestras capacidades. Las familias se endeudaban para comprar casas -alimentando de este modo la burbuja inmobiliaria- o coches de gama alta. Las empresas se endeudaban confiando en que el crecimiento económico continuaría siendo vertical y obviando que el ahorro es la clave de la inversión. Las administraciones públicas, en fin, cedieron también a la tentación de la aparente gratuidad de lo que Tyler Cowen ha denominado la «ilusión fiscal». Precisamente, en su último artículo en «The New York Times», Cowen recordaba al premio Nobel de Economía James M. Buchanan para advertir de que el endeudamiento fácilmente institucionaliza la irresponsabilidad política, ya que concede a los gobiernos beneficios tangibles a muy corto plazo. Y las elecciones, también lo sabemos, se repiten cada cuatro años.

Jefferson y Lafayette sostenían la necesidad de articular mecanismos constitucionales para evitar el endeudamiento. Con una cierta flexibilidad no resulta mala idea, pues el rigor y la responsabilidad política serían así mayores. Como mínimo actuarían como un freno de la hybris, esa noción griega de la soberbia y el orgullo que nos hace creer mucho más poderosos de lo que realmente somos. Por otra parte, se limitaría el efecto de la actuación del Gobierno sobre nuestras vidas, recobrando de nuevo lo esencial: el orden y la seguridad, la educación, la sanidad, cierta protección social y las pensiones. ¿Para qué necesitamos mucho más? ¿Es que acaso gestiona el Estado nuestras necesidades mucho mejor que nosotros? Eso cuando menos resulta discutible. ¿Hasta qué punto una de las causas de que la sociedad española sea menos competitiva no reside en la voluntad decidida de intervenir políticamente en nuestras vidas?

Las escuelas económicas se plantean a partir de qué momento un endeudamiento deja de ser sano. Jefferson -y Munger- sostendría que la cuestión debería más bien centrarse sobre la excepcionalidad de la deuda. Curiosamente, la prevención del tercer presidente de los EE UU adquiere relevancia hoy, cuando el mundo occidental se ahoga en un mar de deudas públicas y privadas. La nueva normalidad pasaría también por legar a las generaciones venideras un barco mucho más limpio de la herrumbre del endeudamiento.