Give our kids a future». «Dale a nuestros chicos un futuro», dice la pancarta de una asociación humanitaria inglesa que se manifiesta por las calles de Londres después de los pasados días de quemas y destrucción. La pancarta va sujeta por niños pequeños, y uno de los adultos que la presiden va a cuerpo descubierto; torso desnudo al sol y al aire de «la vida». ¿Quién es el desalmado que se va a oponer al futuro de los niños? Nadie. Pero la lectura de la pancarta inglesa es obviamente la siguiente: lo sucedido ocurre porque no hemos dado lo suficiente a los críos para educarles, mantenerlos, darles ayuda psicológica; subvencionar familias «desestructuradas» -o sea, rotas o que nunca se han formado como tal-, o padres que abandonan o madres que tienen hijos de diferentes relaciones y no tienen trabajo; abuelas que cuidan de niños ajenos, niños de inmigrantes no integrados; o, simplemente, niños abandonados a sus caprichos sin nadie que les ponga límites claros.

Que sepamos, en Inglaterra el Estado, aun con la crisis actual, no se destaca por ser tacaño con las ayudas sociales y los subsidios destinados a la integración de inmigrantes. Decir lo contrario es demostrar un mucho de mala fe. Comprobando estadísticas, creo que Inglaterra es un país bastante generoso en su inversión social.

El mal ha de ser otro. Si el Estado diera mucho más dinero a dicho menester, el problema no acabaría, se taparía por unos años más; pero el mal seguiría estando ahí de forma latente. No todos los individuos, al margen del color que tenga sus pieles, al margen de cada cultura, lengua o religión, que por avatares de la vida pasan a vivir en el paro o caen en cierta marginalidad social, tienen la misma voluntad de integrarse en la sociedad en la que viven o el país que los acoge. Hay gente que lucha por superarse, por solucionar los problemas y seguir avanzando de la forma más sincera y honrada posible. Hay otras personas que ya desde pequeños destacan por escoger siempre la vía más fácil en la vida. Gente que no valora los estudios, el esfuerzo ni la disciplina, por mucho que se le trate de convencer o de educar.

Hay grupos nacionales que valoran el trabajo y la superación y ya desde muy temprano se ven con ganas de aprovecharse de las facilidades que les ofrece el nuevo país. Hay otros, por lo contrario, que se encierran en su hostilidad hacia los valores del país que los acoge y prefieren seguir cultivando el resentimiento y el aislamiento como modo de estar y existir. Hay gente que sabe adaptar su inteligencia a unos valores éticos o morales claros y otros que nunca desarrollan tales valores; o, mismamente, los desprecian. En definitiva, la gente que compone cualquier estrato social es muy variopinta y no se pueden hacer abstracciones fáciles que encajen en nuestro interesado prisma ideológico o sociológico.

De ahí que no es verdad que en Inglaterra o en España todo se solucione con más dinero público y subsidios. Mucha gente en estas condiciones de infortunio o adaptación a un nuevo país como inmigrante sabe aprovechar las subvenciones del Estado del bienestar lo mejor posible y progresa más tarde o temprano. Otros, sin embargo, no. Hay otras personas que por mucho que se insista o se trate de reeducarlas en la cultura dominante, se cierran en banda y prefieren aislarse de la sociedad que las acoge, formando guetos o barrios con sus propias reglas de vida y conducta que en nada las favorece para su progreso y avance social. Todo lo contrario. Hay personas vagas e indolentes y otras trabajadoras. Hay individuos propensos a la violencia y al egoísmo sin trabas y otros todo lo contrario. Hay ambientes que refuerzan las conductas antisociales o pícaras y hay otros que no. Tratar de llegar a la raíz del porqué de todo ello es imposible. La sociología tiene sus límites. Pretender lo contrario es un típico error ideológico. Pretender que toda violencia social o estallido destructor se debe a las desigualdades sociales, a los discursos discriminatorios del poder, a la necesidad de más y más ingeniería social con buena voluntad política, es perder la óptica del asunto; y, paradójicamente, contribuir a perpetuar el problema.

Los problemas sociales que se generan en una economía globalizada requieren un tratamiento puntual en base a criterios éticos y morales claros. Los criterios de igualdad, de reparto, de distribución de la riqueza, necesitan -lo mismo que las políticas de crédito o inversión- de un marco ético transparente que premie a quien mejor haga las cosas, y disuada de algún modo a quien trata de abusar, vivir del cuento o rehúya toda responsabilidad cívica. Seguir favoreciendo a quienes abusan de su picaresca y carencia de ética, no importa qué lugar ocupen en la sociedad, es contribuir a perpetuar una adicción maligna que siempre necesitará de más. Entonces, si las personas, en lugar de los grupos, pasaran a ser el locus de toda política social, quizás empezásemos a crear una economía y una democracia más justas. Implicaría también el empezar a ver a las personas por lo que valen individualmente al margen de color, sexo, religión o refugio étnico al que pertenezca. Ello invalidaría de modo sistemático, los prejuicios raciales, sexuales, o de origen nacional, étnico, lingüístico o religioso, tanto en su versión de discriminación positiva o negativa.