El coche eléctrico que tanto proclamó el ministro Sebastián durante el semestre español de la UE se retrasa, probablemente más de lo debido. Bien recuerdo a Mones, padre e hijo, admirables emprendedores, a Germán Álvarez, a Jesús Fernández García, a Víctor Marroquín, a José María Pérez -hoy diputado electo, al que ya entonces auguré mucho juego- y al grupo Temper, que me llevaron a una jornada europeísta de la Feria de Muestras de Gijón cuando se empezaban a promocionar las estaciones de recarga.

Manuel Vicent, maestro de columnistas, puede que relativamente superior al Julio Camba de antaño, ensalza la mezcla de bicicleta eléctrica y libertad: «La felicidad es un concepto abstracto, que se convierte en una sensación muy concreta con sólo ir en bicicleta camino del mar. Aprender a montar en bicicleta es el primer desafío de cualquier niño, la primera lección que aprende ante la futura adversidad; si no pedaleas, te caes, una enseñanza, que te concede la primera libertad».

En Oviedo inauguramos la Ronda Sur con una gran manifestación ciclista dominical, por donde premonitoriamente se sabía que apenas circularían luego.

Recuerdo cómo ya hace años en Tallin, capital de Estonia, los guías te daban una vuelta panorámica en un carro que era una bicicleta, auxiliada por energía eléctrica en las cuestas de la magnífica ciudad, vieja y peatonal.

En la inolvidable tarde estival en que me sostuve por vez primera sobre dos ruedas, alguien me dijo que lo había aprendido para toda la vida. Pasando los años, no ha sido en absoluto así; algo me sigue llamando, en efecto, dentro del cerebro a ese equilibrio ancestral, acervo de la bipedestación evolucionada, pero mi pierna izquierda ahora no es capaz a dar el giro completo al genial artilugio de biela, catalina, cadena y piñón. Antes era capaz de circular apurando uno solo de los pedales, que arrastraba al otro sin riesgo de caída. Desde el segundo de mis ictus, por más que lo intenté, no lo consigo ni tan siquiera en ortopédicas bicicletas estáticas.

A cambio, en el Parlamento, me han cedido una magnífica moto eléctrica, con la que me desplazo por los largos pasillos de Bruselas y Estrasburgo y con la que subo incluso en los ascensores de unos edificios perfectamente diseñados sin obstáculos para gentes como yo.

Es un vehículo práctico y maravilloso pero que no es capaz de devolverme neutralizada la nostalgia de la bici ni esa sensación de libertad a la que alude Manolo Vicent; tampoco la falta del coche eléctrico urbano que tanto se espera. Delanoé, alcalde de París, lleva demasiado tiempo dando ejemplo en solitario con un vehículo que no termina de comercializarse. En Oviedo, cinco o seis taxistas, no obstante, funcionan con los llamados «híbridos» que parecen que dan resultados aceptables.

Mucho se sigue esperando del coche eléctrico... ¡para más adelante!