Camino de los cinco años de crisis económica, de lo que se suele denominar ya como Gran Recesión -frente o, mejor, en la línea de aquella Gran Depresión de 1929 y siguientes-, resulta que la riqueza global crece y crece y, lo que quizá es más significativo, la pobreza mundial disminuye -aunque la casta progre que vive de las desgracias ajenas diga lo contrario-, así que se igualan los estándares de la humanidad y se va cerrando la famosa brecha que los de siempre se empeñan en decir que cada vez es mayor.

Primero negaron una crisis evidente. Y cuando no pudieron ocultarla la magnificaron asegurando que se trataba del fin del capitalismo, o sea, de la libertad, de manera que la humanidad se adentraba, por fin, por la senda del socialismo real. Como el sueño era puro delirio empezaron a ver brotes verdes -¿qué se meten, ya que tanto alucinan?- y ya por la cuesta abajo de sus infinitas mentiras se lanzaron a hablar de crisis del sistema, que es como no decir nada.

La verdad hasta la evidencia es que el formidable desarrollo financiero de los primeros años del milenio en curso colapsó por falta de libertad, por el intervencionismo de los estados, siempre anti-mercado, y por las medicinas que aplicaron, que no pasaron de venenos, y en esas estamos.

Cuando se desregule la economía, se liquiden los monopolios y se acabe con el Estado del bienestar -sobre todo el europeo: el más gigantesco atraco que vieron los siglos- los países desarrollados saldrán de la crisis. El resto de las naciones crece y crece, no tienen mayores problemas, no saben qué es la crisis.

El futuro es maravilloso gracias a la revolución tecnológica en marcha, con la condición de que se acabe con la corrupción, hija primogénita del Estado del bienestar y de los monopolios.

Es fácil decirlo, pero ahí está ese pueblo andaluz donde cuentan con una animadora sociocultural del cementerio. O se acaba con esas cosas o no hay nada que hacer.