El «New York Times» no merece el aura mítica que a veces se le da. Decirlo no es reaccionar cual ferviente patriota al alarde gráfico que, por primera vez en su historia, ha dedicado a la España en crisis. Mi rechazo alude a una doble manipulación. Esas fotos reflejan realidades que ya existían antes de la crisis y seguirán vivas después de la cada vez menos lejana resurrección. El capitalismo genera miseria, más dramática cuanto más opulenta es la riqueza. N.Y. ofrece al turista incontables escenas de marginación, insoportables a la vista, en muchos casos con nombres y apellidos anglosajones, no sólo de inmigrantes. El testimonio crítico de la literatura y el cine norteamericanos queda corto ante lo que aparece a la vista. En segundo lugar, el fotógrafo que firma el reportaje de España es, presuntamente, un catalán independentista y antiespañol (lo dicen otros, no yo) cuya «estética» va en paralelo con su ideología. Si para dar una imagen de N.Y. encarga el «Gramma» cubano a un fotógrafo iraní reflejar a los alcohólicos del Bowery, los mendigos de la «gran manzana», los vendedores de falsificaciones, los «okupas» desahuciados, los comedores de caridad, los clanes de gamberros del cinturón periférico, el metro nocturno y demás sutilezas de acreditado color local, el resultado será similar: la mentira de convertir la parte en el todo, tergiversando la visión imparcial de una urbe llena de esplendores que se cree capital del mundo.

Y no es que sospeche en el consejo editorial del «Times» un odio a España comparable al que despiertan los EE UU en ciertos cubanos e iraníes. Lo que repele es la actitud fraudulenta que precipita resultados semejantes aunque los móviles sean distintos. En suma, la falta de objetividad en un medio referencial, tema de miles de tesis universitarias, que hoy lucha por sobrevivir como casi todos los de su porte. Paseando antaño por las avenidas nos fascinaban los contenedores dispuestos en los puntos de venta para que cada lector pudiera seleccionar los cuadernillos de su interés y deshacerse del resto sin empapelar la vía pública. Ahora sabemos que la babélica comunicación global tan sólo respetará la individualidad de los medios locales, comprometidos con su entorno por los valores «proxémicos» que los filósofos describen como reacción de lo personal abarcable frente a lo descomunal.

Tal vez no venga a cuento citarlo, pero el declive de los valores «de siempre» también aflora en otras actividades que se suponían idealistas, como la alta competición deportiva que no hace millonarios. El presunto maltrato de la seleccionadora Tarrés a las nadadoras sincrónicas es tan odioso como el dopaje que falsifica el principio de superación, al igual que la tendenciosidad del «Times» falsifica la realidad de España cuando más necesita de una imagen exterior objetiva. De poco han servido las visitas del Rey y Rajoy a la gran sede central del periódico. Les han dado lo contrario de lo que pedían, pero lo peor es que lo hicieran con un reportaje manipulado que se cae de las manos, cuando son tantos los problemas criticables de nuestro momento histórico.