Durante la década de los años treinta del pasado siglo el fuerte sectarismo ideológico y su lógica secuela, la intransigencia política, fueron los monstruos que condujeron al matadero, en España y en Europa, a millones de personas, combatientes y población civil. Ahora nos hallamos en una época, según se dice, de pensamiento débil, si bien desde hace al menos cincuenta años viene hablándose, con referencia a las democracias occidentales, de crisis o crepúsculo de las ideologías. Pronto lamentaremos la ausencia de sosiego y tolerancia de tal ocaso ante la aurora del regreso triunfal de los integrismos. El fanatismo vive entre nosotros y blande la espada de la discordia fratricida.

Aquí el fanatismo político lo detentan principalmente los nacionalistas periféricos. A todos ellos, y singularmente a los del sector más radical del nacionalismo vasco, se les debe el envenenamiento sistemático de la ciudadanía en la calle, en los medios de comunicación y de modo principal en la enseñanza, ante la pasividad del Gobierno central, tanto de un partido como de otro. La pesadilla de ETA y la amplitud de su entorno de apoyo y reclutamiento pueden entenderse a la luz de un juicio que un personaje de Thomas Mann lanzó sobre la generación de 1914: «Es desconocer profundamente a la juventud el creer que siente placer con la libertad. El placer más profundo de la juventud está en la obediencia? No es la liberación y expansión del yo lo que constituye el secreto y la exigencia de este tiempo. Lo que necesita, lo que pide, lo que tendrá, es el terror». A ningún nacionalista le preocupa, en efecto, la libertad personal, el sagrado e inviolable destino individual de cada ser humano, sino la liberación del ente nacional.

Hace poco coincidí en un congreso con un jurista catalán, especie cada vez más rara y, a lo que parece, innecesaria. Estaba empeñado en convencerme de que la relación entre Cataluña y España era la propia de un matrimonio que podía disolverse mediante un divorcio unilateral por pérdida de la «affectio maritalis». No es que, al hablar así, emplease una parábola con finalidad didáctica: se hallaba persuadido de la realidad personal de Cataluña, que, lejos de reducirse a un constructo o artificio jurídico o ideológico, se configuraba a sus ojos como un sujeto físico con capacidad volitiva. Vamos, que Cataluña es un bípedo implume que anda por la calle (como demostró en su último cumpleaños del 11 de septiembre) y posee una vida totalmente autónoma. ¡Y el Código Civil sin enterarse! Y no es que semejante simpleza fuera la de un hombre de pocas luces o escasa ilustración: también él era, no obstante su condición de profesional del Derecho, una víctima del virus nacionalista y había sucumbido al hechizo capaz de convertir el azar del nacimiento en destino providencial. Se le advertía dispuesto a sacrificar sin titubeos a la Constitución en el altar iusnaturalista de la Cataluña esencial, y a proclamar con fuerza lo que Benedict Anderson denominó «la belleza de la Gemeinschaft», es decir, de la «comunidad» ancestral de los catalanes frente a la «sociedad» impuesta por la extranjera España y su Estado opresor.

Aunque intelectualmente desdeñable y doctrinalmente risible, esta utopía para paletos -que, paradójicamente, se creen los más cultos y refinados del solar ibérico- puede conducir a la destrucción de la democracia constitucional instaurada en 1978. Es ésta una criatura muy delicada que ha crecido entre mimos, halagos y algodones, si exceptuamos el susto del 23-F y los esporádicos zarpazos etarras. La preocupación que siento por su supervivencia como marco de la razonable convivencia entre los españoles me hace recordar la historia de los alces que narra Hans Keilson en «La muerte del adversario». Resulta que el último zar ruso, Nicolás II, le regaló al último káiser alemán, Guillermo II, una manada de espléndidos alces, que el emperador germano se llevó a una maravillosa región de bosques y llanuras. Desgraciadamente, al cabo de cierto tiempo, los alces comenzaron a morirse uno tras otro, sin que toda la ciencia veterinaria teutona fuera capaz de determinar las causas de tan extraño fenómeno. El zar envió entonces a su guardabosque más experto, quien, un año después y luego de concienzuda observación de la vida de los alces en su nuevo hábitat, compareció ante el káiser. «¿Por qué se mueren los alces, si no les falta de nada?», le preguntó el soberano.

«Hay una cosa que sí les falta, Majestad», respondió el guardabosques. «Los lobos, les faltan los lobos».

O sea, los alces necesitan el miedo que les provocan los lobos para seguir vivos; en otro caso perecen. Pero, concluye Keilson, «también los lobos son mortales». Así lo creo yo también.

Ahora le va a tocar a la democracia constitucional enfrentarse con los lobos de la desintegración territorial, muy atentos a los signos de debilidad de un Estado asediado por la crisis económica jamás vista. Posee la democracia, ciertamente, armas de sobra en el arsenal del Estado de derecho, y sin salirse en absoluto del ordenamiento jurídico, para conjurar el gravísimo peligro que la acecha y robustecer su sistema inmunitario. Pero el régimen democrático ha de ser plenamente consciente de que tendría escasas posibilidades de sobrevivir a la quiebra por negligencia de la unidad del país. Tampoco sobreviviría la Monarquía en tal circunstancia, ya que la institución de la Corona está indisolublemente unida a la preservación de la integridad nacional. Más todavía: toda la clase política debe dar por seguro que si, por su ineptitud o irresponsabilidad, llegásemos a un punto en que hubiera que optar entre la unidad de España y la democracia constitucional, la doctrina del mal menor acabaría por imponerse. Hará bien el Gobierno, pues, en dejar ya perfectamente claro a los separatistas el firme propósito de garantizar que sólo mediante la voluntad del pueblo español devendría factible la independencia de una comunidad autónoma. Así lo exige la Constitución, que de ninguna manera permite una declaración unilateral de secesión.

Ni el nacionalismo catalán fue leal con la República (recuérdese la rebelión de octubre de 1934) ni, según acredita el enquistado conflicto lingüístico, lo ha sido con la vigente Constitución, que encima el presidente de la Generalidad ha amenazado con vulnerar en caso de que el Estado no autorice la celebración de un referéndum de autodeterminación. Pero si tal hace, la consecuencia inmediata sería la falta de legitimidad de las autoridades catalanas y la imperativa desobediencia de la ciudadanía opuesta al nacionalismo sedicioso.

Parece, en suma, que los alces tendrán asegurado el estrés. Y todos sabemos que el exceso de estrés es igualmente letal.