El mito de la ciencia es poderosísimo y lo acabamos de ver con el periplo de Rolf Heuer, director general del CERN, por estas latitudes. Qué gran predicador, qué gestos, qué frases. Actuaba, eso sí, sobre terreno abonado porque Asturias es la tierra de ese mesias -así, sin acento- que instalado en México insta a la gente a no ducharse, comer vísceras crudas e incluso quitarse un riñón, venderlo y entregarle a él la pasta.

El corazón del CERN es el LHC, el súper colisionador de partículas elementales pesadas. En EE UU valoraron en su día construir algo semejante. Reagan lo apoyó y el Congreso se opuso. Leon Lederman, entonces director del Fermilab -y creador del término partícula de Dios para el bosón de Higgs- cuenta la peripecia en un libro desternillante.

La diferencia entre EE UU y UE se ve en episodios de ese tenor: aquí tiran con pólvora del rey y para perseguir una liebre tan líquida como ese bosón que en último término sólo se manifestará con una traza de carácter estadístico entre millones de fenómenos virtuales no menos estocásticos y en el mar de lo infinitamente pequeño del que sólo cabe hablar con las matemáticas, que, basta de espejismos, no son más que metáforas al cubo. Allí, no.

No pretendo descalificar a la autodenominada gran ciencia, pero si, como se sabe desde hace muy pocos años, el 96 por ciento del universo está constituido por materia oscura y energía oscura y no se tiene ni la más remota idea de qué es la materia oscura y la energía oscura, ¿de qué demonios están hablando? O peor, ¿cómo es posible que gasten miles de millones en semejantes quimeras? Ítem más, ¿cómo se atreven a amenazar, al conjunto de los que pagan la fiesta, con las penas del infierno de la ignorancia si no siguen soltando la mosca en megacantidades?

La ciencia es uno de los grandes mitos de nuestro tiempo y la mejor prueba contrafactual es que el personal sigue tragándose cuentos como el del mesias de Gijón.