El Gobierno de la nación ha empezado a aplicar los mecanismos del Estado de derecho tras la declaración independentista aprobada el pasado lunes por el Parlamento catalán, que el Tribunal Constitucional ha suspendido de inmediato. En las dos sesiones siguientes de una semana trágica por las negras expectativas que ofrece para los intereses de España y sobremanera de Cataluña, Artur Mas se convirtió en el primer candidato de la Generalitat cuya investidura es rechazada dos veces seguidas por la mayoría de los diputados. En su delirio, el President en funciones parece dispuesto a hacer las concesiones que le pida la CUP para obtener su apoyo, lo que dejaría el futuro Govern en manos del grupo antisistema de la extrema izquierda que marca el ritmo del "procés".

La desconexión con España escenificada a principios de la semana pasado por el Parlamento de Cataluña ha llevado definitivamente al proceso independentista a un callejón de difícil salida. Si los puentes del entendimiento entre los secesionistas, el Gobierno y el resto de las fuerzas políticas hacía tiempo que habían saltado por los aires, la posibilidad de recomponerlos en un futuro inmediato se antoja complicada. La hoja de ruta que se abre ante este panorama, a poco más de un mes de las elecciones generales, resulta inquietante. La revuelta separatista no cuenta con una mayoría suficientemente cualificada, y mucho menos para llevar a cabo pronunciamientos unilaterales como es una secesión. Pese a ello, en su ánimo está la ruptura y la huida hacia adelante, partiendo de un mal enfoque de la potestad que otorgan los votos y utilizándolo contra el ordenamiento jurídico. De aquí al 20-D lo que cabe esperar es un pulso contra la razón y la ley por parte de las fuerzas más activas del separatismo.

Cataluña ha empezado a ser un problema serio para Cataluña. Valiéndose de la excusa de plantar cara al Estado con el "procés" y escudado en el romanticismo soberanista que embarga a una parte de los catalanes, Artur Mas querrá agotar de inmediato sus posibilidades de ser elegido concediendo todo lo que exige a la CUP. El grupo minoritario anticapitalista, convertido en árbitro y señor, observa de manera distendida el descarrilamiento institucional sin dar por cerradas las negociaciones con el candidato señalado por ellos mismos como el recaudador del 3 por ciento. En manos de una opción tan radical y antisistema como la que lidera Antonio Baños el riesgo para la gobernabilidad es evidente, dando por sentado que nadie del lado soberanista aspira a volver a las urnas en marzo. El papel que la negociación reserva a los miembros del sector nacionalista menos paranoico y más sensato de Junts Pel Sí, en la búsqueda de otras soluciones, es algo que aún está por ver. Que Mas rectifique y dé marcha atrás ante la deriva que está tomando el conflicto no se plantea siquiera como una opción. Cuando alguien se ve tan cercado por el ayer, como es su caso en relación a los negocios del pujolismo, y desata los perros de la guerra, se ve en la imperiosa necesidad de ir a donde le lleven. Así ha ocurrido más de una vez, lamentablemente, en la historia.

La proximidad de unas elecciones generales no allana el camino para hacer las cosas bien. Por eso no caben relajación ni frivolidad. Hasta el momento tanto la reacción del Gobierno como las del PSOE y Ciudadanos han sido edificantes por la firmeza constitucional de Mariano Rajoy, Pedro Sánchez y Albert Rivera frente al desafío secesionista. Pero la precampaña y la campaña electoral, por la tentación partidista que pueda existir de utilizar a Cataluña como baza, no deben servir para desunir lo que el Estado de derecho ha unido con un pegamento que mantiene confiados a la mayor parte de los españoles. Para los partidos en liza, si ha de existir una preocupación equiparable al último movimiento sísmico en Barcelona es si la cuestión catalana, por más que reiterada y preocupante, es lo suficientemente grave como para relegar al baúl de los recuerdos el resto del debate nacional.

El problema catalán no se acaba, además, el 21 de diciembre. Proseguirá como ha sucedido a lo largo de los dos últimos siglos con rachas de mayor o menor intensidad. Tender nuevos puentes de entendimiento con Cataluña es una obligación para cualquier gobierno que salga de las urnas. Conviene, además, cerrar un acuerdo político porque el apoyo ciudadano al independentismo se acerca al 50 por ciento y al final la CUP acabará consiguiendo que haya un President para seguir el "procés". Incluso si la solución futura fuese un referéndum, habría que articularlo de acuerdo con la legalidad y salvaguardando los porcentajes de adhesión que son necesarios para hacer digerible, no sólo desde el punto de vista económico, un asunto tan desgarrador como es decidir sobre la secesión de un territorio que ha formado parte de España durante siglos.

El Rey manifestó el pasado jueves que la Constitución prevalecerá y que "el pueblo español no está dispuesto a permitir que se ponga en cuestión su unidad, que es la base de su convivencia en paz y libertad". Un mensaje, el de la unidad, que ya había lanzado en octubre durante la entrega de los premios "Princesa de Asturias" en el teatro Campoamor de Oviedo con particular alusión a los asturianos, "que nunca han fallado al conjunto de la nación española".

La respuesta del Gobierno al desafío secesionista catalán tiene que ser firme, para evitar que se vulnere la normalidad constitucional, pero igualmente proporcionada. En símiles tenísticos, éste es un partido que España debe jugar desde el fondo de la pista, devolviendo la pelota con acierto. Subir a la red no siempre es lo más conveniente cuando al otro lado aguardan unos políticos tan descarriados como desesperados que ven en el victimismo un clavo ardiendo al que agarrarse para seguir engañando al pueblo, como han hecho hasta ahora, con la excusa de una pretensión romántica fatalmente esbozada y llevada adelante a trancas y barrancas contra todo principio legal y democrático. Para combatir la locura hacen falta dosis de cordura.

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