Con una aritmética parlamentaria tan complicada y a falta de entendimiento entre los partidos, no se perciben avances en los problemas que en realidad afectan a los ciudadanos y al país: las reformas que se requieren para no salirse del camino del crecimiento, la estabilidad y el bienestar, y las medidas regeneracionistas imprescindibles para el buen funcionamiento del sistema y de sus instituciones. Por contra, lo que más ha trascendido hasta ahora de las negociaciones para formar Gobierno, y que no deja de sembrar inquietud, son precisamente reclamaciones sectarias o independentistas que poco o nada tienen que ver con las soluciones que reclama el conjunto para prosperar: nuevas subidas de impuestos que acabarán pagando los de siempre, referendos de autodeterminación, ruptura de la caja única de la Seguridad Social, reparto de sillas o reconocimiento de deudas históricas en favor de alguna de las comunidades más despilfarradoras.

Los políticos juegan su partida de póquer ajenos a las verdaderas preocupaciones de la gente y con una altura de miras que sólo alcanza para cubrir sus intereses y los cálculos electoralistas, por si acaso hay que regresar a las urnas. Prometen lo imposible, desde rentas básicas hasta una financiación autonómica a la carta, sin explicar de dónde piensan sacar el dinero en un país hasta arriba de deuda. Las cuentas no salen, pero todo vale con tal de sumar apoyos o, llegado el caso, votos.

En esta ceremonia de la confusión brotan las tensiones sociales como ya no se recordaba y se deteriora la convivencia. Lo vimos esta misma semana en la Facultad de Económicas de Oviedo, donde unos manifestantes impidieron el libre desarrollo de un acto en el que representantes de la patronal y la banca habían sido invitados a hablar sobre la crisis. Se dispara la intolerancia, mientras crece el temor a una nueva recesión mundial y, en el caso particular de Asturias, aumentan de modo preocupante las estadísticas más desfavorables en los vectores productivos y de empleo.

El mercadeo partidista para alumbrar un Gobierno del cambio adquiere, paradójicamente, una dimensión insolidaria desconocida hasta el momento. En el diálogo que mantienen el PSOE y Podemos sobresale la llamada "España plurinacional", que no hace más que despertar viejos recelos asimétricos. Lo mismo ocurre con las conversaciones de los socialistas con Compromís, la formación valenciana socia de Podemos, para asegurar el respaldo a Pedro Sánchez en la investidura. A base de ceder en el reparto de la inversión según criterios de población y en la condonación de deuda, perjudica a las autonomías más envejecidas y a las que han sido más rigurosas en el gasto, como es el caso del Principado. Los manirrotos, ya es el colmo, pueden tener premio.

La reclamación por parte del PNV de un concierto económico vasco que incluye una caja de la Seguridad Social exclusiva y rompe la que de momento sirve para mantener protegidos a todos los españoles es la mejor prueba, en fin, del camino por donde discurre el diálogo y de la desigualdad que se cierne como una amenaza, especialmente para Asturias.

Así todo, lo más preocupante no son las reclamaciones insolidarias localistas y nacionalistas, sino desconocer hasta dónde está dispuesto a ceder el PSOE con tal de que Pedro Sánchez resulte investido. O, en último caso, qué parte del precio rebajarán finalmente quienes han visto en él un aspirante en apuros al que no le queda otra salida que ser presidente o irse para casa. No se sabe. España y en particular Asturias aguardan el coste económico y social de la inquietante zozobra actual.

El difícil camino del entendimiento marcado por las urnas el pasado 20-D ha llevado curiosamente al Partido Popular, la fuerza más votada aunque con una mayoría exigua, a esconderse y a esperar agazapado una oportunidad que igual no le llega y que, además, se complica por los casos de corrupción que han aflorado en Valencia y Madrid. La iniciativa ha quedado en manos del candidato socialista que, con el peor resultado en la historia de su partido, aún podría ser presidente de un Gobierno débil y, en el peor de los casos, hipotecado por las ilusiones que entreteje de manera demagógica Podemos. El partido de Pablo Iglesias exige controlar los resortes estratégicos de poder en un hipotético Ejecutivo, aunque su objetivo final es arrebatarle al PSOE la hegemonía de la izquierda. Ciudadanos hace equilibrismo político para no atarse a la izquierda ni a la derecha. Por si fuera poco, ninguna reforma constitucional saldría adelante sin la complicidad del PP, que mantiene una mayoría absoluta en el Senado con capacidad de bloqueo.

Los viejos partidos cargan con sus vicios y en los nuevos hay demasiado aprendiz de brujo. Los españoles tienen derecho a conocer qué están dispuestos a hacer los políticos con la voluntad popular desdibujada en una negociación que, por lo que trasciende, no aborda lo sustancial y sí, en cambio, el alpiste partidista y sectario. En una semana crucial para saber qué va a ser de España, la sensación que flota en el ambiente es la de que las fuerzas que preconizan el cambio progresista son paradójicamente las que planean un proyecto desigual para el país. Dicho de otro modo, un total despropósito.