Rajoy se propone defender de manera inútil su candidatura en el debate en el que Pedro Sánchez aspira a ser investido con la nula convicción que sugiere su falta de apoyos. El presidente en funciones declinó dos veces la oportunidad de afrontar su legitimación en las urnas con la dignidad del que sabe que todo se le ha puesto en contra pero tiene que defender los principios de una legislatura. Fiel a los suyos personales, prefirió ceder la iniciativa y esperar, antes que enfrentarse a las acusaciones de corrupción que llueven sobre su partido. Ya se puede ir acostumbrando a ellas porque el tiempo que le quede en la política, ésa va a ser presumiblemente la línea argumental de quienes le aplican el cordón sanitario.

Sánchez y Rivera, toreros, llegan con un pacto prendido con alfileres y cuatro enunciados débiles, dispuestos a escenificar el diálogo de circunstancias entre el segundo y el cuarto que no sirve más que para fingir entendimiento. El candidato socialista puede salir incluso reforzado teniendo en cuenta el punto del que partía; Rivera, en cambio, se arriesga a que su voluntad por tender puentes lo abogue a una nueva decepción electoral cuando los votantes de centroderecha tengan que decidir si es más útil apoyar a Ciudadanos o mantenerse aferrados al bastión del PP aunque sea con una pinza en la nariz. Podemos y Cia. aguardan, como Rajoy, una segunda vuelta, con la duda de si es mejor pájaro en mano o ciento volando. Todos, salvo el gallego, descartan elecciones pero nadie sabe cómo evitarlas.

Vivimos un disparate, empezando por la ley electoral que permite a nuestros políticos entretenerse en las idas y venidas de un diálogo para besugos que sólo se explica en clave electoral y jamás por las verdaderas necesidades del país, que sigue esperando dos meses y pico después por la formación de un gobierno.