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Presidente de Industrias Lácteas Asturianas

En España falta leche

Las consecuencias para la cornisa cantábrica de la última reforma del sector lácteo europeo

Si las circunstancias se repiten, también se repiten sus efectos. Y así, sobre un asunto que requiere concreción, suelen dispararse hasta el infinito los puntos de vista. Resultado: confusión, desorientación y, por fin, espesa niebla. Eso es lo que hay en el sector lácteo europeo, que es cualquier cosa excepto un ámbito homogéneo y transparente.

Al parecer, casi nadie, incluidos los españoles, está preocupado por el hecho de que en Europa sobre leche, porque así lo quisieron en su día los diseñadores de la llamada PAC, antes de que España ingresara en el paraíso comunitario. Se establecieron entonces, en efecto, cuotas que evitaron que el sobrante de los "lagos de leche" del comienzo del último tercio del pasado siglo llegara hasta el infinito. Pero el privilegio de gozar de aquellos contingentes, que seguían sobrepasando pese a todo el consumo europeo, no se le concedió a España, a la que se atribuyó una cuota que apenas cubría el 60% del consumo nacional. Por lo tanto, si ahora, treinta años más tarde, sobra leche, en ese exceso no ha tenido -ni tiene- España nada que ver.

Por parte española, se asumió de manera injusta que el sector lácteo debía pagar los teóricos beneficios que habríamos de recibir en otros ámbitos de nuestra economía agraria (olivo, frutas y hortalizas, vino, agrios, etcétera). Se cargó, pues, sobre la cornisa cantábrica, cuyo desarrollo quedó congelado, el peso de la agricultura meridional. Y eso se hizo con el beneplácito de unos y otros: vendedores y compradores; exportadores e importadores; políticos extranjeros y políticos españoles. Y hasta se logró hacer creer a nuestros ganaderos que, al ser la cuota española deficitaria, el precio de la leche que producirían en adelante sería más alto. Nada se dijo de que resultaría imposible mejorar los precios en España, dado que se abrirían de par en par las compuertas fronterizas para que el sobrante comunitario inundara nuestro país. Nada se discutió que rozara ni de lejos la cruda realidad. Lo comprobamos hoy, treinta años más tarde, cuando todo se vislumbra mucho más problemático en la ganadería española y en alguno de sus territorios, entre los que sobresale una Galicia casi yerma. Esta es la escasamente atractiva situación actual. Han desaparecido en España miles de explotaciones familiares, que han sido reemplazadas por otras que carecen de base territorial suficiente para producir la leche a costes viables respecto de los de sus competidores foráneos. Y nos quedan, por suerte, quizá, ganaderías más o menos artificiales, situadas al lado de los principales centros de consumo y protegidas únicamente por los costes del transporte. A la vez que, desafortunadamente, en el territorio cantábrico, donde se produce mucha más leche de la que se consume, nadie sabe muy bien qué hacer en estos momentos en que los precios tienden a derrumbarse, y cunde el desconcierto.

Entretanto, en Bruselas brilla con luz propia un comisario de Agricultura que hace apenas tres meses decía que el sector lácteo europeo no precisaba de ningún instrumento regulatorio, una vez terminada la vigencia de las cuotas lecheras, es decir, una vez decidido que sería el mercado, y sólo el mercado, el mecanismo aplicable para que puedan ganarse la vida quienes han decidido dedicar su esfuerzo a mantener la principal fuente de proteínas que tenemos en Occidente.

Pero, pásmense ustedes, amigos lectores. Ese mismo comisario, el irlandés Mr. Hogan, una vez admitido y reconocido su inmenso "derrapage" y las consecuencias del colosal error sobre las rentas de muchos miles de campesinos, propone ahora nada menos que la cartelización del sector lácteo europeo y la consiguiente voladura del mercado con carácter temporal. Y como eso no es posible hacerlo sin mandar de forma concertada vacas al matadero más próximo, insta a las autoridades encargadas de velar por la pureza de la competencia a mirar para otro lado mientras se recuperan los precios. La cosa es inaudita y semeja más la pesadilla de una mala noche que una decisión política mínimamente responsable. ¿En qué manos está el pandero?

Entretanto, aquí, en España, parecería que no les basta a algunos con el hecho para nada glorioso de que nuestro país resultara obligado durante algo más de treinta años a no producir la leche necesaria para el abastecimiento y a comprar fuera el resto, sino que juzgan ahora mismo congruente participar en la reducción proporcional del número de vacas. Se trata de personas de extraña condición, que, en lugar de exigir que reduzcan los excedentes los países que los producen, apelan a una más que sospechosa solidaridad comunitaria, más propia de los que defienden intereses inconfesables o de los que vienen a este mundo rendidos de antemano. ¿Qué nos pasa?

Y la desaprensión continúa. Porque no parece que se esté informando a los contribuyentes españoles de que una parte de los impuestos a pagar va a depositarse en las arcas de Bruselas, para que, entre otras aplicaciones del presupuesto comunitario, pueda sufragarse el coste de la intervención de muchos millones de kilos de leche en polvo -y, posiblemente, también de mantequilla- que son la resultante final del excedente europeo. Un excedente, insistimos, del que para nada son responsables nuestros ganaderos, a los que, desde la entrada de España en la Comunidad Europea, se les impuso producir menos y no más. O sea que, en el colmo del despropósito y de la falta de equidad, el ganadero español, como un contribuyente más, no sólo está siendo condenado por los hechos a sufrir las consecuencias de un derrumbamiento generalizado del mercado, sino que está viéndose obligado, tal vez sin ser consciente, a contribuir desde los impuestos que paga a sufragar el coste de los excedentes en que han caído sus verdaderos competidores, que son los ganaderos del centro y del norte de Europa. ¿Tiene esto el menor sentido?

Intentemos, desde luego, no caer en la fronda de las palabras; en esa palabrería fácil a la que tan aficionados eran aquellos atenienses que, en las apacibles noches al pie de la Acrópolis, disponían de tiempo abundante. Porque es necesario insistir. Resulta que ante la situación que plantean los sobrantes de leche en el mundo -de la que se echa la culpa a los chinos por no consumir las cantidades que muy a la ligera se les habían atribuido-, no faltan entre nosotros conspicuos personajes que, como antes señalábamos, son partidarios de que se sacrifiquen parte de las vacas que nos quedan en España. Según ellos, y dado que no producimos lo suficiente para completar nuestra despensa y nos vemos obligados a importar, lo que hay que hacer es producir aún menos y propiciar que otros países vengan a rellenar el hueco.

Como se ve, la lógica de esas gentes es aplastante. Atrás queda Román, el personaje de Unamuno y su estremecedor "que inventen ellos". Porque según se ve, ahora, lo de menos es ser capaces de inventar; lo importante es dejar de producir?

Por lo demás, nadie debiera caer en la tentación de atribuir al presente comentario sobre las asechanzas del campo contenido ideológico alguno, ni, menos aún, entrever jactancias con pretensión de recordatorio. Creemos que se trata de un asunto de los llamados "de Estado". Y, por lo tanto, estamos ante un problema para cuya solución no serían buenas discusiones maniqueas o relativizaciones económicas tan al uso en nuestro tiempo. Porque se trata de proteger de manera responsable el trabajo en el campo y las rentas de un medio rural tan poco propicio para la diversificación como es la cornisa cantábrica en sus dos vertientes. Admitamos que no es por casualidad por lo que se produce leche en regiones como Normandía y Bretaña, y no variopintas malezas. Lo mismo que debería ocurrir en Asturias y Galicia, si cundiera entre nosotros un poderoso deseo de racionalidad y no nos dejáramos llevar por la consabida inclinación a jugar a aprendices de brujo.

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