Lo vivido durante estos seis meses a la búsqueda de un presidente ha sido decepcionante: la prueba manifiesta de la incapacidad de los partidos para poner sobre la mesa una sola idea constructiva a pesar de estar sometidos a un descrédito y una presión inéditos. Hablaron sólo de nombres, de buenos y de malos en un pueril reduccionismo. No basta cambiar rostros para que el país mágicamente progrese. La lucha de egos convirtió el debate en un espectáculo, en uno de esos seriales televisivos en los que las disputas para conducir a la familia hasta el poder sostienen la trama. El bienestar de los súbditos es únicamente parte del decorado.

Apelando a los instintos y no a la cabeza los políticos toman a los ciudadanos por cautivos, manipulables e idiotas. La más antigua y maniquea de las divisiones, la del frentismo ideológico, la que los teóricos de las ciencias sociales daban por difuminada, resucita aquí con fuerza. Y no para, cada cual afianzado en su orilla, tender puentes sino levantar muros infranqueables. Por intereses particulares, los dirigentes bloquean la puerta de salida.

No habrá, dicen, terceras elecciones, pero sí hay repudiados a derecha e izquierda cuando lo previsible es que las urnas determinen hoy un panorama similar al de diciembre: la necesidad de acuerdo, por acción u omisión, entre tres fuerzas para formar gobierno. Si los vetos desaparecen como por ensalmo para resolver este jeroglífico, mintieron antes a los electores y dilapidaron medio año para mantenerse en el poder, afianzar liderazgos o diseñar zarpazos.

Con la corrupción no se acaba aparcando a los líderes más vistos, sino desmotando una cultura clientelar en la que hasta la sociedad considera normal el enchufismo y el amiguismo -para agilizar una consulta médica, para encontrar un trabajo...- antes que los méritos. El Estado del bienestar no se consolida aumentando permanentemente la deuda, para que sean las generaciones venideras las que carguen con el muerto de devolver los créditos. El empleo no se reactiva engordando los puestos públicos, cuando las administraciones proclaman austeridad y las plantillas de funcionarios, como en Asturias, vuelven a niveles anteriores a la crisis.

Las pensiones no se garantizan de palabra, prometiendo subirlas sin explicar cómo en un contexto en el que crecen los beneficiarios y menguan los cotizantes. A los jóvenes y a la clase media, factor esencial de estabilidad, no se los rescata con eslóganes y subsidios, ni exprimiendo fiscalmente patrimonios, ni crucificando a los empresarios, sino creando riqueza.

Sobre cómo solucionar los asuntos capitales, ni una propuesta seria y creíble salió de la boca de los cuatro candidatos principales. Pese a apuntarse a la regeneración, no han entendido de qué va todavía. La tragedia de esta época de desconcierto y revisión es definitivamente la sublimación de la banalidad. La elevación de lo superficial a dogma categórico.

Asturias no existió en la campaña. Más allá de unas cuantas generalidades, las distintas formaciones carecen de recetas concretas para las cuestiones fundamentales. Los dirigentes siguen anclados en el discurso caduco de hace décadas, como si aquí padeciéramos una glaciación del talento y estuviera prohibido evolucionar. La minería fue el único asunto por el que discutieron y sólo para dejar al desnudo las contradicciones de la izquierda, en la que convive un frente defensor de las Cuencas y otro anticarbonero de origen ecologista. Que el protagonismo lo acapare un sector sin posibilidades de futuro, reducido a la mínima expresión y llamado a desaparecer en dos años por imperativo de la Unión Europea, lo dice todo del pobre nivel del debate político regional.

El equilibro de fuerzas que salga de esta jornada, así como las alianzas que solidifique, va a resultar determinante para Asturias. La discusión sobre el modelo de Estado y la reasignación de los fondos autonómicos no será igual según el peso que obtengan los grupos nacionalistas y el entreguismo al que esté dispuesto quien precise reclamar su apoyo. La situación en la que quede la izquierda condicionará fuertemente al Gobierno del Principado. Un lazo firme entre Podemos e IU podría dejar más en precario al presidente socialista Javier Fernández. Un entendimiento nacional entre el PSOE y los podemistas le obligaría a tragar muchos sapos. Ambos partidos han demostrado ser como agua y aceite en la Junta, donde se dedicaron vehementes descalificaciones.

Los electores están hastiados. Los elegidos no pueden estirar la cuerda indefinidamente. Sólo cabe pedir a estos últimos, por el bien común, que esta noche rindan cuentas y sean consecuentes con los resultados. Que asuman que España es un gran país necesitado de reformas, lo que no significa demoler lo conseguido ni imponer la totalidad de los planteamientos propios a los del contrario. Que entiendan que pactar es construir y renunciar. Consenso no equivale a traición a la mesnada y los ideales. Que comprendan, en una Europa resquebrajada y en una España en la que las termitas rupturistas no descansan, que este irresponsable juego de tronos en el que se enredan da pábulo a los déspotas totalitarios. A quienes piensan que la libertad engendra monstruos y los políticos constituyen una anomalía.

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