Los lugares también mueren. Como seres vivos que son. Mejor dicho, no mueren, los matamos. La playa de Gulpiyuri, la de As Catedrais, los acantilados de Loiba -a los que por cierto mataron atizándoles con un banco- son las últimas víctimas conocidas.

Basta que se declaren monumentos naturales, o alguien los convierta en virales en la red, para que se produzca el locicidio. El modus operandi es siempre el mismo: mueren por linchamiento, en una especie de violación colectiva, perpetrado por una horda de turistas que, móvil en mano, comprueban por GPS donde vive el lugar que van a asesinar. Los que conocimos esos lugares en su esplendor pretecnológico, echamos de menos el tiempo del anonimato, el de la visita íntima, personal. Cuando la Hoya de San Vicente era un lugar de ensueño y no la antesala de un botellón.

Ya no vamos a ellos porque han muerto. Como mucho los visitamos en los días tristes de otoño, como el que va a un cementerio a recordar en silencio la vida compartida en el pasado con un ser querido. Son los días en los que llora el cielo por nosotros.

Algunos árboles también sufren los excesos de sus admiradores. De un tiempo a esta parte, y a una nueva tribu urbana que busca comuniones cosmicoterapéuticas, les dio por abrazarlos. Alguien dijo no sé qué de las energías telúricas y surgió una legión de abrazaárboles, "treehugers" les dicen en Estados Unidos. De tantos que van, y de tanto pisoteo de las raíces, algunos árboles notables han enfermado y se ha tenido que montar una campaña para evitar los abrazamientos tumultuosos. Hay abrazos que matan.

Sea porque buscamos "comulgar con la naturaleza", o sea porque queramos hacernos un autorretrato -selfie le dicen ahora- en un lugar de moda, el caso es que lo consumimos todo como si fuera un bocata de calamares en la Feria de Muestras. Sea por lo más sublime, o por lo más prosaico, creamos movimientos modales de masas que concentran sus deseos en el mismo lugar y en las mismas horas.

La prensa se ha hecho eco de esta nueva forma de consumo y publica fotos de una interminable cola de parejas que espera su turno para sentarse en el conocido como "mejor banco del mundo" en los acantilados coruñeses de Loiba. O de turistas en fila india bajando por las escaleras de la playa lucense de As Catedrais. Las autoridades gallegas han tenido que intervenir en este último caso y han montado un dispositivo controlado para regular el acceso al arenal. Ahora, para ir a la playa, tienes que sacar una entrada. Como si esa fuese la solución y no una forma de institucionalizar la estupidez.

No sé cuál será la solución a esta moda del consumo inmediato en los tiempos de la hiperinformación geográfica. Alguien conoce un lugar precioso, lo sube al Facebook o a cualquier red social, se hace viral y al rato aparece el cadáver del sitio rodeado de gente que se hace fotos con él. Cuando As Catedrais de tu vecino veas pelar, pon tus Torimbias a remojar.

Octavio Paz dejó dicha una de esas frases míticas y recurrentes con la que sentencia que no vamos bien. "No sé si venimos del mono, pero vamos para él", dijo. Estoy de acuerdo.