La jubilación forzosa en la sanidad a los 65 años fue aprobada en 2009 en el marco del plan de ordenación de recursos humanos del Servicio de Salud del Principado (Sespa). Hasta entonces, lo normal era que un médico prolongara su vida activa hasta los 70 años. En esta decisión personal influía de forma decisiva la merma de ingresos que implicaba el retiro. El Gobierno asturiano, por el contrario, consideraba que el rendimiento de los facultativos en esos años últimos no guardaba proporción con su elevado coste para el erario. Algunos informes estiman un ahorro superior a los veinte mil euros anuales por cada galeno veterano sustituido por un profesional recién ingresado en el sistema.

Los socialistas, bajo la presidencia de Álvarez Areces, decidieron cortar por lo sano imponiendo las nuevas limitaciones sin matiz alguno. La norma sólo preveía una excepción: aquellos empleados considerados imprescindibles por desarrollar una tarea que ningún otro colega estaba capacitado para ejecutar, al carecer de la habilidad o el conocimiento requeridos. Pocos pudieron acogerse a esta singularidad. El procedimiento era utilizado en realidad, según denuncias sindicales, para beneficiar a los amigos políticos en una Administración demasiado cegada en ocasiones por el sectarismo.

En las últimas semanas, la Consejería de Sanidad ha abierto la mano y comienza a aceptar que los médicos de familia y los pediatras que alcancen la edad de jubilación continúen en sus puestos si así lo desean. Son dos especialidades con un grave déficit de expertos. Pero no las únicas. Escasean también los anestesistas y los radiólogos. Este verano, en la bolsa desde la que se efectúan las contrataciones no existían candidatos para trabajar en atención primaria en Oviedo, algo insólito. Las plazas en la capital figuran siempre entre las más apetecidas.

Las dificultades para nutrir determinados servicios no son exclusivas de Asturias. Y ponen de relieve el descontrol al que han llegado los mecanismos de formación sanitaria. Alguna vez el Ministerio y las autonomías, que son en conjunto quienes deciden cómo y cuántos médicos se preparan, tendrán que arremangarse para atajar el desorden. Puede que haya colectivos corporativos que piensen que a escasa oferta, mayor cotización de sus integrantes, pero es muy difícil de explicar a los ciudadanos que falten médicos cuando existe una amplia lista de brillantísimos estudiantes dispuestos a incorporares a Medicina y las Facultades siguen imponiendo criterios restrictivos, con unos numerus clausus durísimos.

Asturias, con el sector biosanitario identificado como uno de sus campos de mayor proyección y el privilegio de disfrutar de un flamante Hospital sin parangón en España, no está sabiendo crear las condiciones idóneas para atraer a doctores asentados fuera que quieran dar el salto y desarrollar aquí sus carreras. Ni tampoco ofrece alicientes para retener a muchos titulados que deciden probar fortuna en el exterior, donde se les brindan condiciones más ventajosas. Sería económicamente suicida que el Principado impulsara una sanidad que los asturianos no pudieran sostener con sus impuestos, pero también lo es tratar por igual a los médicos que rinden y a los que vegetan, o propiciar la emigración de especialistas prometedores que sólo reclaman estabilidad.

El principio de homogeneización mina a la larga la calidad del sistema. A la persona capaz hay que renovarle las oportunidades para que aporte valor, con independencia de su edad o su estatus. El planteamiento sirve tanto para el joven interino cualificado al que desplaza un compañero en un concurso de traslados con el único mérito de acumular años en el oficio como para el cirujano sexagenario en plenitud. La falacia igualitarista, según la cual todos los trabajadores son brillantes por el mero hecho de poseer un título, equivale a avanzar hacia el despeñadero.

Entre 2009 y 2015, según los recuentos sindicales, han dejado sus puestos 683 médicos sobre una nómina de 3.400, a los que se sumarán más de un centenar a lo largo de este ejercicio. La mayoría están jubilados contra su voluntad y no pocos han encontrado acomodo en clínicas privadas. Aplicando medidas drásticas de permanencia, sin anteponer lo adecuado para los pacientes, la sanidad pública consigue debilitarse, lo contrario de lo que teóricamente pretende.

Renovar personal y retener talento no son principios incompatibles. Que la plantilla está envejecida -una constante demográfica en la realidad de la región- y precisa una transformación es una evidencia. No admite discusión. Hacerlo requiere voluntad política y planificación, no dejarse atropellar por los acontecimientos e improvisar de manera constante. El sistema necesita pautas para discernir, para dotarse de fórmulas que primen y motiven a quien suma, ya sea en el inicio, en el punto intermedio o en la recta final de una trayectoria laboral. Es decir, en los concursos-oposición, en el desempeño diario, en los traslados o en la hora de las jubilaciones. Neutralizar el efecto tapón a la brava, sin criterios flexibles, fuerza a prescindir de recursos válidos y descapitaliza la región. El remedio acabará resultando peor que la enfermedad. Y no sólo en la medicina.