Anda estos días de estreno, y no de modelazo, que es lo que a ella le gusta. Yolanda Lobo Arranz nació el día de la República (14 de abril) de 1962 y ha levantado muchas banderas, aunque todas con los mismos valores, la justicia, la solidaridad y la igualdad, por citar. Tanto que ella misma se ha convertido en enseña, Yolanda la de la Santa. Es una suerte de fusión en la que la hostelera y el bar perdieron apellidos, vamos, que el Lobo se fue con la Sebe.

No es que Yolanda sea de Oviedo, es que Oviedo es Yolanda, al menos una parte. Ha luchado tanto que no sabe vivir sin hacerlo y por ello se ha empeñado en sacar adelante otro negocio en plena crisis. Cuando los bares se vacían ella abre otro local en el Antiguo. Cuando va a cumplir los 50 y ha anunciado varias veces que quiere dejar la Santa y ver al fin la luz, la del sol, va la mujer y se pone a ampliar la oferta de la noche ovetense.

Es seña de la forma de entender la vida que tiene esta mujer, que es incapaz de ocultar lo que siente, porque lo dice a la cara, sin reparos ni remilgos, y porque se le nota en esos ojinos que son más graciosos cuando están tras los cristales de las gafas. Es anfitriona perfecta porque a sus amigos los trata como a reyes y a los conocidos como si fueran amigos. A los que no le gustan ni se molesta en tratarlos, pero si alguien le molesta saca la mala leche y se lo dice sin mayores artificios.

Pero lo de menos es luchar en lo económico y lo demás, y lo más duro, luchar por los sentimientos, las ideas, los sueños y las ilusiones, y es lo que hace esta niña hecha mujer que no se ocultó ni cuando hacerlo era casi cuestión de supervivencia. La Santa la cogió ya montada, no ya como bar, sino como «factoría», que dijo Juan Cueto, y supo mantener el espíritu, tanto que tardó años en cambiar la titularidad de los recibos de luz y agua de los antiguos propietarios. Más que un traspaso fue un relevo. Ella estudiaba Historia y tiró por la hostelería por aquella ilusión juvenil de un grupo de amigos de montar algo con lo que ganarse unos cuartos sin mayores pretensiones de futuro, y ya ha pasado el cuarto de siglo.

Tiene heridas de las que duelen de verdad, de las que se sufren cuando se apagan los focos y deja de sonar la música, pero ella es más de poner el hombro para que otros lloren que de contar sus penas. Se dice chigrera y defiende el oficio al viejo estilo. No le gusta demasiado cómo están ahora las cosas de la noche, porque la que ella vivió e hizo vivir a varias generaciones tenía mucho de cultura.

Ahora quiere reposar las copas con los suyos, con sus hermanos, con sus amigos, hacer feliz a su madre y limarse las uñas, dejar la noche. No lo hará, seguirá barriendo un bar a las seis de la mañana antes de irse a casa a escribirle a Carmen todos sus miedos para que los lea allá donde esté.