Javier NEIRA

Doce piezas del mejor Barroco, cuatro propinas embriagadoras, dos caídas melodramáticas y una lluvia de ovaciones -mayor aun que la que anegaba la ciudad- firmaron una velada inolvidable en el auditorio Príncipe Felipe de Oviedo con una protagonista superlativa: la mezzo Joyce DiDonato, excelente cantante y, como buena norteamericana, empeñada en dar espectáculo en cada trance.

El público cada vez valora la escena y las voces barrocas -deserta del teatro burgués para acogerse al salón áulico-, así que la expectación levantada por DiDonato era enorme. No defraudó, siempre desde las coordenadas del «star system», empezando por el vestido, especialmente diseñado para la ocasión, que permitía formatos diversos según las circunstancias del recital.

Acompañó a la diva «Il Complesso Barocco», una orquesta de 17 efectivos y con un concertino-director, Dmitry Sinkovsky, que por momentos llegó a robarle el primer papel a la cantante. Y es que como el líder de una banda de rock, se apropió de la escena con sus extremados virtuosismos, saltos y piruetas.

Como las grandes de antes, la diva se hizo esperar cinco minutos. El vestido, el aire, el porte, todo trabajó para que se ganase al respetable en un parpadeo. Después, las sucesivas reinas desgraciadas que encarnan las piezas que se iban interpretando -Orontea, Ottavia, Irene, Berenice, Cleopatra, Ifigenia y Rossane- mostraron cómo el dolor puede ser una formidable fuente de inspiración.

Abrió con «Intorno all'idol mio», de Cesti, cantando maravillosamente «Sobrevolad a mi amado, susurrando suave». Tras una sinfonía de Scarlatti, vertiginosa, «Disprezzata regina» de «La coronación de Popea» de Monteverdi -se puso aquí hace poco más de dos años-, que desató la ola de ovaciones que ya nunca bajaría. «Sposa, son disprezzata» de Giacomelli siguió con la racha con un respiro -para la mezzo sólo- a cuenta de un concierto de Vivaldi que Dmitry Sinkovsky aprovechó para demostrar un tremendismo escénico como aquel de Platanito, maletilla de moda en los años sesenta. Claro que siempre con una calidad extrema y una dotes virtuosísticas envidiables.

Volvió DiDonato con «Da torbida procella» de Orlandini, vivida con tal fuerza y buen hacer que el público casi pierde el juicio. Tuvo que salir tres veces a saludar.

En la segunda parte, más de lo mismo, afortunadamente, y con una novedad. DiDonato salió a escena con un miriñaque -una de las formas que puede adoptar el vestido que llevaba- y, zas, cayó de rodillas a los dos pasos. Se levantó y de nuevo al suelo, entre exclamaciones del público. Explicó que adoraba el vestido, aunque dificultaba el andar, y sin más se convirtió en la reina egipcia de «Antonio y Cleopatra» de Hasse, entre pirotecnias vocales, marcha y energía. Vaya ovación. En «Julio César» de Haendel firmó un recitativo impresionante y lo demás fue aun mejor. Un pasacalle de Haendel sólo para la orquesta e «Ifigenia» de Porta con el laúd. Más orquesta en solitario para Gluck y el final, de «Alessandro» de Haendel, con una cadencia a capella.

La ovación duró tres minutos y nueve segundos, que cortó para cantar la primera propina, de la «Ifigenia» de Porta. Dos minutos de aplausos y segunda propina como «Berenice» de Orlandini, con zapateado inclusive de Sinkovsky. Repitió pieza en una tercera propina y una cuarta, aun, con olé de la diva, nuevo amago de caída, delirio en los tendidos y las diez y treinta y un minutos en el reloj.