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Visiones De Ciudad

Ya no hay yonkis

Nadie "da el palo" ahora a los adolescentes en el Antiguo, eso también se ha perdido

Una redada antidroga en la calle del Rosal, en octubre de 1991.

Ya no hay yonkis en Oviedo. Reconozco que es una afirmación que hago a la ligera porque no salgo mucho por la noche y todos los yonkis siempre han sido un poco pardos. No hablo exactamente de drogadictos. Me refiero a pequeños rateros, gangsters de poca monta cuyas víctimas paraban en el Rosal, en la Corrada del Obispo, Cimadevilla o calle Mon. ¿Siguen "dando el palo" (dar el palo es robar a punta de navaja, jeringa o intimidación, para los despistados) en el Antiguo a los adolescentes borrachos? No lo sé, pero tengo la sensación de que eso también se ha perdido. Dejó de haberlos hace tiempo. Desaparecieron también los mendigos. De aquella contaban que se los había cargado Gabino. Mano dura en las calles, eso se rumoreaba. Tengo unos amigos cuyo padre es también amigo mío y era médico. Me contó una vez que tuvo una conversación con De Lorenzo, de aquella, cuando empezó todo, ya sabéis. "Tenemos una ciudad que es un pastel", dice que decía, "ahora hay que pagarla" (risas enlatadas). No había sitio para los yonkis en aquella tarta peatonalizada. Las escobas de oro barrieron la droga y la miseria. Las metieron bajo la alfombra de Cinturón Verde. A palos, decían, yo ahí no entro, no lo sé. Decían.

Por entonces, ya sabéis, en los noventa, iban sucediéndose como un equipo de relevos, como si sólo pudiera haber un rey de la calle. A veces su hegemonía se solapaba, pero durante muy poco tiempo. Podríamos hacer una lista, como una alineación de un equipo de fútbol. Gentes de mi generación, decid conmigo: estuvo el más clásico, quizá, de todos ellos, el "Yesus", muy alto y de pelo ensortijado. La estatura y la delgadez le dieron para labrar su leyenda de exatleta (siempre había alguien que te juraba que era cierto, siempre hay alguien que jura que lo ha visto todo, un amigo de un amigo que estuvo a punto); el Esteban, un gitano más cabrón y con menos escrúpulos, pero también más aburguesado. Le recuerdo con sus pantalones vaqueros verdes y su cazadora, también tejana, de color azul muy claro, recorriendo el Campo San Francisco en busca de una "libra", primero, y todas si estaba de mal humor. El "Rata" por el día se ponía de rodillas en la puerta del Centro Comercial Salesas a sufrir con una caja delante, pero los sábados por la tarde los que sufrían eran otros. Que yo sepa, Manolín el Gitano tenía al menos dos hermanos. A uno lo llamábamos "Michael Jackson" porque siempre llevaba traje y sombrero, como el "Jacko" de "Smooth Criminal", y aunque fumaba bases de caballo delante de parejas de quinceañeros nerviosos, la tarde de Nochebuena, en las escaleras del Monte de Piedad, nunca supe de nadie al que amedrentara. El otro hermano, en cambio, fue acompañándome una tarde desde la plaza del Ayuntamiento hasta la biblioteca, montando una jeringuilla con sus manos, mientras me decía que le diera lo que llevaba, hasta que llegó mi amigo Mario a ponerle en su sitio. Otro día me lo crucé con una guitarra en la mano diciendo que venía de comprarla para su hijo. Tan sólo a uno recuerdo con inquina. Nunca tuvo un nombre, siempre fue, para mí, el "rizosu hijo de puta". Se le notaban en la cara los daños de la adicción y también en los modales. Hay unos arcos delante del Museo Arqueológico donde un chaval estaba descubriendo algunas cosas sobre el sexo una tarde en que "el rizosu" se presentó muy nervioso a pedir su tributo. Hace años que no veo a ninguno. Tal vez todos estén ya en Valladolid.

Digo lo de Valladolid porque mi relación con este particular hampa tiene dos vertientes. Desde que nací, viví en el edificio de La Colmena, plaza Primo de Rivera, 1, antigua estación de Alsa. El hall de entrada al edificio (a la estación) era un lugar bullicioso, por el que pasaba mucha gente, nuestro pequeño y particular Salón de los Pasos Perdidos. El lugar ideal para plantarse durante horas a pedir unas monedas. Un buen "business" que defender, desde luego. Al lado, el desaparecido Sanatorio Girón albergaba un centro de desintoxicación donde los enfermos venían a por su metadona. Digamos que las escaleras del Girón eran el centro de reunión de muchos de ellos, donde paraban a beber unas litronas y fumar algún porro, y el hall de mi casa el lugar donde conseguir algo más que unos saludos.

Cada temporada, un monarca dominaba el lugar, amenazando al que quisiera usurparle su trono. Siempre me hizo gracia que todos pedían para sacar un billete de autobús a Valladolid. Cuando se sinceraban (al menos eso parecía) explicaban que allí había un centro de desintoxicación muy bueno. Muchos tenían a su madre viviendo en Pucela (sic). "Al Pacino" gobernó durante mucho tiempo. Siempre engominado, vestido con americana negra y pantalones rojos. Un día mi padre se presentó en casa con una enciclopedia y reconoció que se la había comprado a él. "Papá, seguramente sea robada". "Sí, pero en El Corte Inglés. Y tampoco es un vídeo, ¿verdad?". Le teníamos cariño a "Al Pacino".

En realidad, quitando al "rizosu", les teníamos cariño a todos ellos. Tal vez la memoria, siempre empeñada en literaturizarlo todo, nos engañe como suele dibujando aquellas figuras como entrañables en el fondo, nuestros Makinavajas de provincias, a los que ahora, incluso, echar de menos. Ahora que tenemos cuarenta entendemos su origen humilde, la dificultad de abrirse camino en una sociedad que les cerraba las puertas, los efectos catastróficos de la enfermedad de la droga que se llevó a tantos por delante, etc. Es tan jodido el paso del tiempo que hasta las cosas malas nos parecen buenas. No digo nada. Parece un buen sistema para llevarlo con filosofía.

Desde que se construyó la Nueva Estación y los pasillos llevan a un Mercadona ya no hay reyes en el 1 de Primo de Rivera. ¿Hay yonkis en el Tribeca? ¿Te dan el palo en la calle Mon? No lo sé, diría que no. ¿Es entonces Oviedo más segura? La respuesta asusta. No es nostalgia. Al contrario. Es futuro. Cada generación tiene sus héroes. Una ciudad es sólo una mirada compartida. Yo siempre salgo a la calle con las monedas repartidas por los bolsillos y los billetes en el calcetín. Por si el tiempo me saca una navaja y tengo que engañarle dándole la calderilla. Suele conformarse.

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