Merece la pena llegar a Bodrum, la antigua Halicarnaso, en la costa turca del mar Egeo, a bordo de un barco. Digamos, puestos a exagerar, que en un vuelo chárter se llega a Bodrum, mientras que en barco llegamos a Halicarnaso. Es una forma de verlo. Halicarnaso es la ciudad donde nació el historiador Herodoto (siglo V a. C.), que tiene una bonita estatua cerca del mar, y el lugar donde se encontraba el Mausoleo, una de las Maravillas del Mundo Antiguo. Bodrum es una ciudad entre bulliciosa y tranquila, turística y encantadora, sofisticada y tradicional, llena de ruidosas discotecas como la Halikarnas Disco y de casitas blancas, puertos deportivos y playas, un castillo imponente y los despojos de la tumba más famosa de la Antigüedad. Por eso creo que un barco nos lleva al Mausoleo de Halicarnaso y un avión nos mete de lleno en la discoteca Halikarnas de Bodrum. Pero ya digo que exagero.

Supongamos que estamos en Halicarnaso o incluso en Bodrum. Supongamos también que queremos visitar las ruinas del Mausoleo. Vale. Supongamos que hemos desayunado en el puerto occidental y luego vamos dando un paseo por Neyzen Tevfik Caddesi. Subimos por Hamam Sokak y, en unos pocos minutos, llegamos a Turgutreis Caddesi. Ahí debería estar lo que queda del Mausoleo. Ejem. ¿Ahí? Pero, ¿el Mausoleo no era un edificio muy grande? ¿Nos habremos perdido? Vamos a ver. Turgutreis esquina con Hamam Sokak. Pues sí, es aquí. Preguntemos a este señor. ¿El Mausoleo, lütfen? El señor, con maravillosa amabilidad turca, sonríe mientras agarra del brazo al visitante y señala con el dedo el espacio que queda unos metros a su izquierda. Allí, esparcidos por el suelo, parece que hay unos cuantos fragmentos de columnas. Sí, ahí estuvo el Mausoleo de Halicarnaso. Pues vaya.

Las columnas caídas del templo de Apolo en Dídima, al norte de Bodrum, son de una belleza sobrecogedora, a pesar de que alguien dijo que era como si un camión cargado con bloques de hielo hubiera esparcido su contenido por el lugar. Algo parecido se puede decir de las ruinas del templo de Atenea en Príene. Las basas y los tambores de columnas acanaladas de mármol caóticamente esparcidas por el pequeño recinto del Mausoleo no tienen, a primera vista, el encanto de Príene o de Dídima, pero es que los primeros vistazos son muy traicioneros. Hay que sentir la Historia, respirar el aroma de esos trozos de mármol envueltos en un enorme vacío. Les aconsejo que no se vayan de Halicarnaso, o de Bodrum, sin pagar la entrada a las ruinas del Mausoleo, contemplar las maquetas que reconstruyen el aspecto que, según se cree, tenía el edificio y pasear entre los despojos de mármol rozándolos de vez en cuando con la yema de los dedos. No se arrepentirán. Después, pueden alquilar un barquito que les lleve a una playa, visitar el castillo de San Pedro, dejarse llevar por las delicias turcas del Hamam o incluso tomar una copa en la discoteca Halikarnas. Todo eso está muy bien. Pero lo primero es lo primero. Y lo primero es el Mausoleo de Halicarnaso.

El Mausoleo es la tumba del rey Mausolo, que reinó en Caria (territorio que pertenecía el Imperio persa) en el siglo IV a. C. Tras la muerte de Mausolo, su esposa Artemisa II hizo construir una tumba monumental en la que trabajaron los mejores artistas y maestros de obras de la época: Escopas, Fileas, Piteo, Satiros, Briaxis, Timoteo, Léocares? Era grande. Muy grande. Más de cuarenta metros de altura y tres cuerpos: un podio en el que se encontraba la cámara funeraria del rey, una plataforma rodeada por treinta y seis columnas jónicas y adornada con estatuas, pinturas y frisos, y un tercer cuerpo piramidal rematado por una cuadriga conducida por Mausolo y Artemisa. Mármol y bronce. Mucho mármol y mucho bronce. Aunque el Mausoleo aguantó bastante bien durante unos mil quinientos años, no pudo soportar el paso del tiempo en forma de invasiones, expolios, terremotos y caballeros hospitalarios de San Juan. Estos caballeros arrasaron el Mausoleo y utilizaron muchas de sus piedras en la construcción del castillo de San Pedro (principios del siglo XV). Este castillo alberga hoy un maravilloso Museo de Arqueología Subacuática con una de las mejores colecciones de ánforas del mundo (datan del siglo XIV a. C.), y la sala de los pecios de la Edad del Bronce muestra objetos tan delicados como un escarabajo de oro de la reina Nefertiti, la famosa esposa del faraón Akhenatón. Las maravillosas vistas desde las torres del castillo y el fresco café del patio, en el que se puede descansar entre estatuas griegas y romanas saboreando un té de manzana, son placeres añadidos a la excitante búsqueda de bloques de mármol que pudieron formar parte del Mausoleo. ¿Quieren sentirse como Indiana Jones? Entonces sólo tienen que comprarse un sombrero y pasear en busca del bloque perdido por el castillo erigido por los caballeros de San Juan.

Si, con todo, el visitante queda decepcionado con lo que queda en Bodrum del Mausoleo de Halicarnaso, puede ver en el Museo Arqueológico de Estambul la estatua de un león que formó parte de la decoración del Mausoleo y, como casi siempre, le quedará el recurso del Museo Británico. El Museo londinense expone fragmentos de la estatua de un caballo, parte del friso y dos supuestas, y dañadas, estatuas de Mausolo y Artemisa. ¿Por qué hay que ir al Museo Británico para ver lo que es de la actual Bodrum? ¡Ah! Cosas de la Historia. Es cierto que fue el arqueólogo británico sir Charles Thomas Newton quien inició los trabajos de excavación en el Mausoleo en 1857, pero de ahí a que el Museo Británico tenga derecho perpetuo a ocupar una de sus salas con algunos de los pocos tesoros conservados del Mausoleo, hay un abismo. Por desgracia, está lejos el día en que por fin los mármoles del Partenón arrancados por lord Elgin vuelvan a Atenas y la Piedra de Rosetta regrese a Egipto, pero puede que la vuelta a casa de los más humildes restos del Mausoleo de Halicarnaso sea más fácil de conseguir. O no. ¿Dónde deberían estar los mármoles del Partenón? Melina Mercuri, entonces ministra griega, respondió a la pregunta citando al poeta Ritsos: «Estas piedras no cuadran con un cielo más pequeño». Quizás haya llegado el momento de que algún ministro turco diga en voz alta que la estatua de Mausolo no cuadra con un cielo más pequeño que el de la patria de Herodoto.

Si los restos del Mausoleo y la búsqueda de bloques perdidos en el castillo de San Pedro no consiguen apagar la sed de arqueología del visitante, la solución es dirigirse al excelentemente conservado (y restaurado) teatro construido en el siglo IV a. C., al que se puede llegar dando un corto paseo desde el Mausoleo, aunque lo más probable es que esté cerrado y tenga que conformarse con echar un vistazo desde la carretera. Pero no quiero dar la impresión de que la visita al Mausoleo decepciona tanto que necesita de las muletas de un castillo o de un teatro antiguo para compensar el viaje. En absoluto es así. Pausanias dice que la tumba de Mausolo era tan grande y toda su factura tan hermosa que incluso los romanos, debido a la gran admiración que por ella sentían, llaman mausoleos a las tumbas que en su tierra son reseñables. Todavía hoy utilizamos la palabra «mausoleo» para referirnos a un sepulcro magnífico y suntuoso. ¿No les parece maravilloso poder pisar el lugar que dio origen a una palabra tan sonora, tan familiar y a la vez tan misteriosa? ¿No creen que pasear sin rumbo entre los bloques caídos de la orgullosa tumba de Mausolo y reconstruir el edificio utilizando la imaginación es una buena medicina para el espíritu? Dicen que Artemisa, la esposa de Mausolo, bebía cada día una copa de vino en la que mezclaba cenizas del cuerpo incinerado de su marido (pueden contemplar esta escena en un cuadro de Rembrandt expuesto en el Museo del Prado). ¿Artemisa enloqueció de amor? ¿No habría dado Artemisa todo el mármol del Mausoleo por disfrutar tan sólo un día más de la compañía de Mausolo?

En sus divertidos y sabios «Diálogos de los muertos», Luciano de Samosata (siglo II d. C.) narra el encuentro en los Infiernos entre el filósofo cínico Diógenes de Sínope y el rey Mausolo. Diógenes se burla de Mausolo diciendo que un juez no sabría decir por qué razón su cráneo, siendo el cráneo de un rey, debería recibir más honores que el cráneo de un filósofo pobretón. En cuanto a la famosa y espléndida tumba de Mausolo, Diógenes cree que para lo único que sirve es para que, aplastado por tal montón de piedra, el cadáver del rey soporte un peso mayor que el de los demás. Entiendo a Diógenes, pero sin Mausolo (y sin Artemisa) no habría habido Mausoleo, al igual que sin Keops no tendríamos la Gran Pirámide y sin Ptolomeo I Sóter y Ptolomeo II Filadelfo no soñaríamos con el Faro de Alejandría mientras contemplamos el Mediterráneo desde la Cornisa, ese fascinante paseo que circunvala la ciudad fundada por Alejandro Magno.

El cráneo de Mausolo ya sólo existe en los diálogos de Luciano de Samosata, pero el lugar donde se construyó su Mausoleo está en la confluencia de dos calles de Bodrum. Ya saben, la antigua Halicarnaso.