La «Tarantelle Styrienne», composición juvenil para piano de Debussy y orquestada por Ravel, fue la perla musical con la que el director asturiano -Oviedo también aporta directores de orquesta competitivos nacional e internacionalmente, Pablo González, Oliver Díaz o el propio Nacho de Paz son ejemplos de ello-, inició su propuesta programática al frente de la OSPA, imprimiendo desde el inicio algunas pautas de su intencionalidad musical, a saber, creemos, atención e interés en el colorido orquestal y el timbre, y definición de contornos sonoros y pautas rítmicas.

De las «Danzas concertantes para guitarra y orquesta», obra compuesta por el puertorriqueño Roberto Sierra y dedicada a un guitarrista aclamado en todo el mundo como es Manuel Barrueco, destacó precisamente la figura del guitarrista. No se le pueden poner «peros» a la escritura compositiva de Sierra. La orquestación es impecable en su resultado, aunque su traza no es del todo innovadora y con frecuencia resuena lo ya escuchado en otras obras para orquesta, incluso en su tropical aroma. En la orquesta por el compositor tratada -un instrumento híbrido construido a golpe de siglos-, no se refleja la juventud de una obra compuesta en el año 2006. Y aunque ni reivindicamos ni dejamos de reivindicar escuelas o líneas compositivas, sí sorprende que el compositor cambie de registro estético un tanto repentinamente, como de la inestabilidad rítmica en el estudiado desplazamiento de los acentos en el primer movimiento, que mantiene al oyente inquieto, a pasajes musicales muy pegados a un sentimiento incluso manido. No parece ocultar en el «Expresivo e intenso» una referencia al «Concierto de Aranjuez» de Rodrigo, en el mismo «Vals» dulcifica. Es caribeño y escolástico, tiene interés y lo pierde en un mismo movimiento, y cuando parece ir en una dirección compositivamente ambiciosa, de estética algo más abstracta, parece incluir algunas referencias sonoras de cara a la galería. Entre tanto ir y venir, Barrueco, luciéndose en pasajes que no esconden virtuosismo y enorme dificultad, dio una lección magistral de buen gusto, adecuación a la partitura y nos fascinó con su impecable y siempre elegante precisión, en total acuerdo con su nota biográfica, también por su «sonido seductor y un lirismo fuera de lo común». Cautivador estuvo, sin más adjetivos, en la cadencia del «Vals» -en todas las cadencias-, y en las partes altas del diapasón emuló al arpa con un virtuosismo y limpieza de armónicos magistral. Además escuchamos la mejor equalización respecto a la justa y delicada amplificación de la guitarra que recordamos. La propina, «Danza Lucumí» de Lecuona fue más allá de una impecable interpretación.

Nacho de Paz solventó con decisión no pocos momentos de gran dificultad en la parte directorial en las «Danzas concertantes para guitarra y orquesta». Es un director joven que madura en el complejo camino de la dirección con paso firme. Discípulo de Arturo Tamayo, del que fue su asistente, desde el principio ha prestado especial atención a la música contemporánea y los estrenos -es también un riguroso analista musical-, sin duda un acierto para su crecimiento artístico. En su gestualidad tal vez ha influido la necesidad de angulosa claridad que precisan muchas obras contemporáneas, y en este caso lo hizo sin batuta en una suite de «El pájaro de fuego» que afrontó con decisión y templanza. En la exigencia de la claridad de los ataques adquiere también especial relieve y vitalidad.