El penúltimo concierto de la temporada del auditorio de Oviedo pareció en su escenificación la antítesis de la calle. Como en las suntuosas decoraciones barrocas palaciegas que servían para los que tras ellas se protegían de muro de contención artístico frente a la situación del empobrecimiento que rodeaba al puñado de privilegiados, la «Misa de Requiem» de Verdi, pudo, mientras duró, con la acampada sonada callejera que, a tenor de lo que aparece en los medios de comunicación internacionales, parece interesar a medio mundo. Su contundencia y rotunda interpretación fue un tupido velo sonoro que cautivó a los asistentes con la impresión sobre el ánimo que desprende la enorme potencia de su música. Nos encontramos frente a ese tipo de conciertos del auditorio ovetense que hacen de él un ciclo de alta cultura musical, aunque ésta sólo se produzca en el círculo de la música clásica, tanto para regocijo de unos, como de decepción de parte de la «otra» cultura musical que no juega este partido, ni siquiera en la liga. La interpretación, con la Orquesta y Coro del Teatro Regio de Turín, no fue por su compenetración interpretativa la de un concierto más, de ahí su excepcionalidad, e interés, a juzgar por el lleno absoluto donde no se clavaba un clavo.

Coro, solistas y orquesta -con la contundente, expresivamente lírica, dirección de Noseda- formaron un todo compacto, una unidad en su conjunto, y un resultado rotundo en su plenitud. Todo un espectáculo. Los solistas conformaron un cuarteto igualmente compacto, de gran calidad vocal. La mezzosoprano Daniela Barcellona estuvo sencillamente espléndida, lo mismo que el bajo Ildar Adbrazakov y, quizás -en este orden-, también la soprano Tamar Ivei y el tenor Maksim Aksenov que, salvo en algún detalle menor, redondeó la magnífica solidez del cuarteto solista. El coro, de los que conviene oír de vez en cuando por estos pagos para no perder la medida de lo que es un grupo operístico con verdadera anchura vocal, madurez en el timbre de sus cuerdas y proyección sonora. Lo mismo nos hacían contener la respiración en unos pianos bellamente homogéneos, con el vuelo al aire de una gasa finamente calada, como hacía encaje de bolillos en las partes fugadas como si tal cosa, o ponía una pica en Flandes por su arrojo sonoro en los tuttis más contundentes de esta enorme composición religiosa de escenario de concierto de tintes operísticos. La orquesta fue la estructura, la pulida base sobre la que se fijó tenazmente el barniz colorista que, según se iba aplicando, volatilizaba, adquiriendo su acabado brillante y desecado. Verdi en estado puro y a la italiana, en las partes y en el todo. Una «Misa de Requiem» tan rotunda como el calor de los aplausos que recibieron sus intérpretes. En la calle tal vez seguiremos oyendo, a lo lejos, las músicas de parte de los desencantados.