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Relatos de estío

La isla de la libertad (I)

Ganador del 52.º Concurso Internacional de Cuentos de Lena

El presidente de las Naciones Unidas se desgañitaba tratando de conseguir que los asistentes a la asamblea general guardasen silencio. El reloj marcaba las dos de la tarde, hora oficial de Nueva York, del último día de octubre de 2016. Habían pasado largas horas de reunión y, cuando ya parecía cerrado un acuerdo definitivo, resucitaban las discusiones por meras diferencias de matiz.

-¡Por favor, señores, mantengamos el orden en las intervenciones! -clamaba el bueno de Gustav Kemijoki, blandiendo su pequeño martillo de madera en dirección a la zona de la sala en la que rebrotaban las voces-. Procuremos terminar hoy mismo el debate y podremos redactar un primer texto de acuerdo. De momento sólo tenemos aprobado el título de la moción -ajustó el arco de las gafas al entrecejo y acercó sus ojos al papel-: El título definitivo dice así: Alternativa internacional para la aplicación de penas y rehabilitación a reos de delitos criminales. Deben considerar que nuestra legislatura termina dentro de dos meses y que si para entonces no queda aprobada esta propuesta habremos perdido el tiempo y la oportunidad histórica de marcar un hito en la conquista de los derechos humanos.

La conciencia de tamaña responsabilidad tranquilizó por fin a los asambleístas. Aunque puede que también influyera el apremio del hambre, puesto que muchos llevaban toda la mañana sin más alimento que el té de las once. Los más se irguieron en sus asientos mullidos, enderezaron los auriculares de la traducción simultánea y se aprestaron a seguir las indicaciones de Gustav Kemijoki, un finés casi octogenario, antiguo maestro de escuela, que había resultado ser el más amable presidente de las Naciones Unidas desde que se fundó este foro internacional. Nadie negaba a este hombre un talante conciliador, gracias al cual se hacía posible un acuerdo por el que las naciones del mundo -todas integradas por fin en la ONU- aceptaban un proyecto revolucionario: terminar con el concepto tradicional de prisión y sustituirlo por enviar a los criminales a una isla, donde el único límite a la libertad sería la total imposibilidad de salir durante el tiempo de condena. El caso es que la votación tuvo el resultado que se esperaba: favorable por unanimidad. Era la primera vez en la historia de la ONU en que todos se mostraban de acuerdo. La humanidad había decidido terminar con las cárceles.

La propuesta había causado al principio cierta perplejidad, cuando no reacciones irónicas y hasta alguna que otra carcajada. Pero los comentarios fueron cambiando de tono cuando media docena de gobiernos europeos quisieron subirse al carro de la original utopía y dijeron que también ellos estudiaban seriamente diversos planes para terminar con el sistema penitenciario vigente. La madeja terminó por convertirse en ovillo cuando el consejo de ministros de la Unión Europea, presidido a la sazón por Francia, elaboró un estudio que demostraba lo caras que resultaban las cárceles; un preso común costaba al presupuesto público tres veces más que un estudiante universitario y cuatro veces más que un soldado profesional. El representante de Uganda en la ONU solicitó que en el orden del día de la siguiente reunión del comité de Derechos Humanos se incluyera la propuesta y a partir de ese momento el proyecto sobre "reclusión y cumplimiento de penas" se convirtió en asunto estrella. De las comisiones políticas pasó a los medios informativos, y de ahí a las tertulias del hombre de la calle de uno a otro extremo del mundo.

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