El pasado 22 de agosto moría en su mayáu de La Tabierna Juan Suárez Megido, para todos nosotros, Juan de Munín. La noticia, trágica e inexplicable, nos cogió desprevenidos: familiares, amigos y vecinos quedábamos consternados. Particularmente, me invadió una profunda tristeza y un dolor inmenso. Las circunstancias de su muerte me parecieron una burla del destino: vaquero de alzada y ganadero desde niño, conocedor y amante de su profesión y, al final, víctima de un ataque animal, absurdo y sin razón.
Su muerte, insisto, me produjo una honda agitación y una extraña melancolía. Conocía a Juan desde mi niñez, y, hasta donde me llega la memoria, guardo de él recuerdos imborrables de noches eternas en su cabaña de La Tabierna: yo con 6 años, él, alto y esbelto, sentado en el calamiñero; el fuego siempre atizado y el café en el porzolán; de voz suave y modales amables, parco en palabras y siempre generoso y desprendido.
Yo escuchaba, sin pestañear, las conversaciones de los vaqueros del mayáu que allí se reunían al anochecer: ataques de lobos, reveses del ganado, los límites con los casinos, historias interminables y sucesos imposibles. Y así durante muchos veranos y otoños, hasta que me hice mayor y la vida me llevó por otros caminos.
Y Juan siempre allí, en La Vega de La Tabierna, desde finales de la primavera hasta principios del otoño, incluso hasta que la nieve le obligaba a bajar con el ganado, para invernarlo en Felechosa y en caserías de climas más amables. Y así año tras año, verano tras verano, hasta la edad de sus 79 años bien llevados y cumplidos.
Durante los inviernos, apenas si lo veía: él con sus afanes, yo con los míos, lejos de Felechosa; pero llegaba el verano, y para mí era un rito obligado subir a La Vega de La Tabierna y ver a Juan: volver a quedarme en su cabaña, disfrutar de su hospitalidad y tomar café de porzolán. Revivir recuerdos resistentes al olvido. Puedo decir, sin riesgo a equivocarme, que no hubo verano en que no repitiese al menos una vez el camino de siempre.
Estoy seguro de que su nombre quedará indefectiblemente asociado para siempre a La Tabierna, y su memoria quedará grabada en todos aquellos que tuvieron la fortuna de conocerlo y la dicha de compartir con él un trayecto del camino. Era un referente para todos: vecinos y vaqueros, caminantes y excursionistas, cazadores y montañeros. Los casinos lo conocían por Juan el de la Casa, nosotros, por Juan de Munín. Su afabilidad y honradez, su generosidad y bonhomía dejarán una huella indeleble en todos los que lo trataron. Por eso estoy seguro de que los reconocimientos y distinciones le llegarán de modo natural.
Estuve con él, por última vez, el día 1 de abril de 2016, en el campo de la iglesia de El Pino -una fecha para mí marcada, por un motivo que ahora no es necesario señalar- y hablamos de muchas cosas, y me volvió a contar su desesperanza por la parálisis de los análisis forenses de los huesos exhumados de la fosa común de Los Cabal.leros, entre Felechosa y Cuevas, donde, parece, yacía su padre, Secundino Suárez Rodríguez, alcalde pedáneo socialista, asesinado el 16 de noviembre de 1937, a los 32 años, dejando huérfanos a sus dos hijos, Juan y Azucena Suárez Megido. "No quisiera morir sin encontrar a mi padre", me dijo. No pudo ser.
Ayer, sábado, volví a subir a La Tabierna, pero La Vega y La Casa, sin Juan, no eran lo mismo. Deseo que su memoria perdure para siempre y sobreviva a los destrozos del olvido.