Lo más importante del lenguaje, a mi juicio, no consiste en la administración más o menos sabia de sus componentes, sino en el modo en que nos dirigimos a los demás. Una misma frase, dicha en un uno u otro tono, dará lugar a narraciones bien distintas, lo que a fin de cuentas significa que con el mismo verbo y predicado podemos encontrarnos ante dos concepciones del mundo que no guarden ningún parecido.

Por eso, cuando hace un par de días escuché la frase: "Ya comenzamos otra vez con la misma murga", antes de enfrentar mis ojos a la persona que la pronunciaba, me di cuenta de que quien se expresaba de ese modo lo hacía con un evidente talante despectivo. Una murga puede ser alegre, como género músico-teatral -así las conocidas como "chirigotas"-, o, por el contrario, puede asemejarse más a una reunión de difuntos, que esa fue la primera imagen que me vino a la cabeza al observar al dicente y a sus dos acompañantes que sostuvieron sus palabras con un gesto cómplice.

La escena sucedía en un bar, y quienes actuaban como protagonistas acababan de doblar el periódico, con un evidente gesto de cabreo, por la página en la que se anunciaban movimientos a causa de la proximidad de las elecciones. Tal parecía, por el fervor que acompañó a quien había pronunciado la frase, que los próximos comicios eran el presagio de algún seísmo que haría temblar nuestra tierra hasta dejarnos sepultados a todos entre escombros. Algo así como la amplitud máxima de la onda en la escala de Ritcher, una explosión programada como aviso para aquellos incautos que aún creen que la política -brazadas torticeras aparte- es un arte noble destinado a elevar los niveles de vida y de conciencia de la sociedad.

Como quiera que conocía al trío, especialista en lanzar denuestos contra todo lo que se mueva, al tiempo que desde siempre han hecho de un metro cuadrado de barra la mejor virtud, decidí no participar en el cada vez más acalorado debate, en el que partidos políticos y sindicatos estaban a punto de pasar a mejor vida. Eso era lo más conveniente para el país, asentían todos, pues de este modo nos libraríamos de burocracias y otras miles de plagas que nos asolaban a todas horas. Y todo ello, naturalmente, a causa de las aguas de la política, cuyo color era tan oscuro que más bien se asemejaba a un paisaje tenebrista.

En ese momento se sentó a mi lado un amigo que llegaba de la manifestación de los pensionistas. Tras charlar un rato sobre la misma, no pude evitar una sonrisa irónica, señalándole a continuación al terceto que, firmemente apostado en su solar preferido, continuaba echando pestes sobre todo. Fue entonces cuando nos dedicamos a hilar una ficción sobre un universo en el que no existieran ni organizaciones políticas, sindicales, ni ningún otro colectivo o fuerza trasformadora. Las últimas páginas del relato nos mostraron una sociedad ficticia, cercana a la distopía y al apocalipsis, por la que atravesaban proyecciones que no eran más que puras sombras. En todo caso, no faltaban humanoides provistos de látigos que azotaban sin cesar a legiones de esclavos, ni máquinas capaces de producir chorros de dinero que siempre se escapaban por el mismo desagüe.

Pensé por un momento acercarme hasta la barra y darles a leer ese último capítulo a quienes ya no sólo había arrojado al ostracismo a los políticos, sino que estaban a punto de darle un empujón definitivo a toda la condición humana junta. Pero lo pensé mejor y pedí un café. Y otro para mi amigo.