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¿Por qué lo llamaron resistir cuando querían decir claudicar?

Élisabeth Gille, a quien los lectores más memoriosos recordarán por la espléndida biografía que escribió sobre su madre, Irène Némirovsky, tenía cinco años cuando en 1942 los nazis le arrebataron a sus progenitores. Impresiona imaginar que tres años después Élisabeth se encaminaba cada día a la estación parisina a la que llegaban los trenes con supervivientes de los campos. Para nada. Como también impresiona imaginar la sensación de desamparo que se debió instalar en su cabeza al comprobar cómo la sociedad francesa lavaba sus culpas de los años de guerra y colaboración con el silencio, el olvido y la escritura de un falso pasado de resistencia. Ese es sin duda el origen de este impresionante y dotado ejercicio de memoria, que arranca con la niña alojada en el dormitorio colectivo del convento de religiosas donde fue acogida. A partir de ahí, y a medida que pasan los años, la historia es el relato de una continua indagación sobre el cómo y el porqué de la innombrable atrocidad y su enmascaramiento.

El brasileño Raduan Nassar (1935) es un escritor secreto, de la estirpe de los que sólo comparecen en público con sus obras. Este rechazo a los focos y las capillas, unido a su calidad y al hecho de no haber publicado más que tres volúmenes en 40 años, le ha vuelto un escritor de culto. Preciso, demoledor, perspicaz, despojado de todo ruido, Nassar es autor capaz de condensar en pocas frases todos los contextos, tramas y sensaciones que concurren en una escena. El resultado son párrafos cuyas líneas se convierten en punzones que abren una vía directa al corazón de la historia. Un vaso de cólera (1978) fue su segunda novela, tras Labor arcaica (1975) y antes de internarse en un silencio público que no rompería sino veinte años después con los relatos de La chica del camino. En las páginas de Un vaso de cólera se condensa un violento duelo de pareja. Un hombre intenta, hiriéndola con la palabra, someter a una mujer que le devuelve cada estocada. Grande.

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