La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

El árbitro dice que no hay nada

Finales

Sobre el título de Copa conquistado por el Barcelona ante el Sevilla

Qué pereza las banderas, y los himnos, pero el domingo se jugaba una final, la de la Copa del Rey, y la disputaban quienes la disputaban, en la ciudad más adecuada, sin duda y, quizá, por desgracia, en el estadio más oportuno. Todo partido es un encuentro, pocas serán las veces que haga falta repetirlo si alguna de ellas sirve para que alguien, aunque no sea más que por un momento, lo recuerde. Es el juego el que posibilita el encuentro. Y no el encuentro el que posibilita el juego. Me estoy refiriendo también a la escritura al decir esto, por supuesto, a cualquier proceso durante el cual uno sienta que todas sus capacidades se ponen en marcha simultáneamente y al más alto nivel con un único objetivo: lo que David Foster Wallace aseguraba sentir cuando leía a Don DeLillo. De una final, especialmente si se trata de una final de Copa, más que goles, lo que el aficionado espera es intensidad, e intensidad es precisamente lo que sintetiza y describe el encuentro del pasado domingo, cuyo guión estaba desde hacía tiempo escrito, y podría haberlo escrito cualquiera: los sevillistas, encomendados al recuperado y crecido Banega, buscarían la espalda de los centrales contrarios, donde aparecería Gameiro aprovechando su velocidad, su manera de quedarse solo. Los azulgranas harían lo suyo, que es suyo y de ningún otro, persiguiendo, al igual que los andaluces, la profundidad, aunque no directamente. Pero el guión fue reescrito mientras la obra estaba siendo representada. La expulsión de Mascherano y la lesión de Suárez lo cambiaron todo. Y, curiosamente, aunque no paradójicamente, el equipo beneficiado sintió que su ventaja era una carga, una losa, mientras que el perjudicado encontró en su inesperado rol un reto, un enigma, algo que descifrar, la obligación de buscar el camino que los llevase a casa, porque el estilo es sólo un reflejo de la voz y, si algo nos hace sentir la voz es que estamos en casa, que hemos vuelto a casa, que nunca nos fuimos de ella.

Los azulgranas recurrieron al estilo: la forma de hacer que la situación se adapte a ti; los sevillistas, al tono: la forma de adaptarte tú a la situación. Y así, en un mismo escenario, los actores se intercambiaron los papeles. Unos, los blancos, representaron el carácter, a la postre insuficiente; los otros, los azulgranas, el temperamento, como es ley, decisivo. Los de Luis Enrique

no resistían, aguardaban; los de Emery no atacaban, embestían. El Barcelona hizo lo de siempre por una vía distinta, eso es temperamento; el Sevilla intentó hacer algo distinto por la vía de siempre, eso es carácter. Los azulgranas fueron nuevamente los más grandes porque supieron ser pequeños; los sevillistas no pasaron de ser un rival digno y en cierto modo superior hasta que el guión fue modificado porque, con todo a favor, no supieron ser grandes. Replegarse en realidad es un modo de estar más unidos. Piqué, Busquets, Iniesta, Messi y finalmente Neymar se repartieron el campo y las tareas, los espacios y el balón, motivados en la contrariedad. Entre los sevillistas, sólo Banega parecía capacitado para interpretar la situación, para hablar aquella lengua que sus compañeros articulaban con dificultad y era la suya natural. Luego le expulsaron y Messi (autor del pase letal a Neymar que provocó la roja al fino y lúcido centrocampista argentino) daba una nueva asistencia extraordinaria, en esta ocasión en profundidad (el recurso, a priori, de los sevillistas), a Jordi Alba, quien definió con la sencillez que requieren las citas mayores. Otro regalo del diez azulgrana a Neymar finiquitaba el partido y volvía a evidenciar que cada exhibición suya no es una exhibición, sino un compendio de argumentos, que él, Messi, el repartidor, consciente de las actuales necesidades de su equipo, ha decidido renunciar a las cifras individuales y alejarse de la portería para hacer más daño al rival, para estar en contacto constante con sus compañeros, para hacer que todos, gracias a él, sean mejores. Pero la final, aun tratándose del acontecimiento indudable de los últimos días, no ha sido lo que más me ha importado. Lo que más me ha importado ha sido el despido de Santiago Segurola. Por eso quiero cerrar esta entrega, con la que doy por concluida la temporada, con las manifestaciones del maestro tras saberse sin su puesto de trabajo, porque si tenemos voz es para la continuidad: "Vamos hacia un Hollywood en pequeñito, que presume de no hacer periodismo sino de hacer espectáculo y eso es preocupante. (?) Un periodismo ético no tiene por qué ser aburrido".

Compartir el artículo

stats