A nosotros, criados en Tineo y nacidos en los 80 y los 90, que fuimos alumnos y alumnas de don Cándido, los niños y niñas a los que dejaba colocarse con él detrás del altar en la misa del domingo, que nos jugábamos a suertes quién tocaba la campanilla, se nos ha muerto con él un poco de nuestra infancia y de nuestra juventud.

Don Cándido nos involucró en mil empresas solidarias; no sólo se comprometía él en cuerpo y alma con toda necesidad y sufrimiento ajenos, sino que sabía mover a los demás en ese compromiso con total naturalidad, creando comunidad: los problemas de tu vecino son tus problemas; tus problemas son los suyos. Su empresa consistió en fraguar fuertes lazos de cooperación entre los vecinos, un soporte de ayuda mutua. Gracias a él nos sentimos parte del pueblo, nos enseñó que el mejor arraigo nace del apoyo mutuo. Hoy lo recuerdo subiendo del instituto por el paseo, saludando a todo el mundo, siempre caminando de prisa de camino a alguien que le necesitaba en alguna parte.

Lo importante para él nunca fue la letra de la ley, sino la respuesta callada a las necesidades de quienes llamaban a su puerta a cualquier hora. Elaboró con afán y perseverancia una hoja parroquial muy leída en el concejo, promovió el museo de arte sacro, buscó trajes de comunión para que ningún niño o niña se quedara sin su fiesta (de papel, decía, que sean de papel, que lo que de verdad necesitan son botas y abrigos para el invierno...), removió Roma con Santiago para buscar viviendas dignas a quienes no las tenían, se empeñó en el arreglo de pistas y caminos, en poner a Tineo en el mapa. Orgulloso de su gente y su pueblo de adopción, nos enseñó a valorar lo nuestro, lo pequeño cercano, lo familiar, lo que funciona, lo que vale; nos enseñó que es en la distancia corta, en la base, donde se fraguan los lazos que sostienen cualquier edificio.

Le preocupaba mucho que los jóvenes nos fuéramos, que no tuviésemos recursos para quedarnos en el concejo y ganarnos allí la vida; y ciertamente muchos nos hemos ido. Mi hermano desde Holanda me avisó con pena de su muerte esta mañana; recibí la noticia en Austria, donde vivo, desde donde compartí mi tristeza con dos amigas de la infancia y la juventud que viven en Madrid y Oviedo. Recuerdo que le gustó mucho un artículo que escribí para el periódico de las fiestas municipales, donde concluía que una vez recorrida media Europa estaba en condiciones de declarar la capilla y el campo de San Roque una de las maravillas del mundo. Creo que eso también nos lo enseñó él, que está bien irse si hay que irse, pero sin desprecio, o sea, sabiendo volver, aunque el regreso sólo sea moral.

Con él se nos mueren un poco de infancia y de juventud, pero en los corazones tristes hoy por su partida de sus niños y niñas vive también su legado mejor y más valioso. Que la solidaridad y la fraternidad son palabras grandes que se escriben con letras pequeñas, las de la vecindad y la empatía, que las buenas obras son las que resultan tan obvias que ni siquiera lo parecen. Y sin embargo, gracias a ellas funciona el mundo. Descanse en paz, don Cándido.