Las pasiones, en cuanto tales, se manifiestan como el deseo por un bien real o imaginario. También como el temor y el impulso correspondiente de huir a algún mal verdadero o imaginario. Estas mueven a los individuos en la consecución de lo más sublime y también de aquello que les envilece. En sí, no son vitandas, siempre que tengan por límite no causar daño.

Es un hecho que hay deseos o impulsos que el pudor no los oculta. Así, el adicto al sexo no tiene el menor rubor en hablar de sus obsesiones y fijaciones, y ningún reparo, incluso, en prescribir para otros una vida sexual -a su criterio- saludable, sin prejuicios y sin inhibiciones; el cleptómano recurrirá al argumento de la necesidad por precariedad en recursos de él y de los suyos; el homicida se justificará, excusándose en el hecho de haber sido llevado de la ira. En cambio, la envidia es el sentimiento más inconfesado. "No hay atenuante para la envidia". Por su natural proceder clandestino, el envidioso simula y miente. Unido en "liga de iniquidad" a otros de su misma condición, a pesar de lo que les separe entre ellos, maquilla de moralidad su envidia sufrida por el prestigio y méritos del envidiado. En unión con otros envidiosos, rechaza lo que juzga soberbia ajena, al tiempo que aparenta "sentimientos virtuosos" y abandera la causa de la "igualdad y decencia, en aras del bien público". Ahora, en y desde esta "liga de iniquidad", se siente legitimado para la crítica maliciosa, el sarcasmo, la murmuración y los infundios y, así, desdorar la reputación y honorabilidad de su víctima.

Trátase de una singular pasión, causa de sufrimientos tanto para quien envidia como para quien es envidiado. En el caso del envidioso, se observa cierta conducta autopunitiva: el sufrimiento por sus males propios se agrava en gran medida al compararse con la situación de otros. La envidia tiene en el envidioso el mismo efecto que en el hierro el óxido que lo consume. Al ser una pasión que provoca y fomenta el mismo envidioso, es observable en la envidia un alma envilecida que se autodevora, en deleite morboso o mezcla de placer y dolor, y con adicción al sufrimiento que el mismo envidioso se autoinflige. Es naturaleza de la envidia entristecer el corazón, en el que ha anidado. Es como el escorpión que se inocula su propio veneno y que, en el envidioso, produce una "autointoxicación psíquica" conocida como "resentimiento".

Sujeto de introspección de diván, aflorará el reproche inconsciente que a sí mismo se dirige el envidioso, bien por no haber aprovechado la ocasión que se le ofreció para alcanzar lo logrado por quien él envidia, bien por no haber puesto de su parte para lograrlo, bien por sus limitadas facultades. Pero, ¿quién soporta ser el feo de la fiesta y el que, por facultades propias, ha de ocupar siempre el último pupitre? El hecho es que la vanidad mórbida, fuertemente arraigada en el acomplejado, refracta -por así decir- y proyecta el autodesprecio en quien se halla al otro lado del espejo y que representa lo anhelado pero inalcanzable. He aquí donde arroja su luz el principio de la motivación, y he ahí las proyecciones del envidioso: se escuda en su impotencia, considerando a los demás como confabulados contra él; murmura, en otras ocasiones, que el envidiado tiene padrinos; hipercrítico, habitualmente, juzga de inmerecido lo alcanzado por otro; fomenta, en aras de un altruismo y justicia social, retirarle lo alcanzado, incluso castigarle por ello; predispone e induce a los de la "liga de iniquidad" a dar una lección de humildad y bajarle al escalón de los iguales.