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La emperatriz portátil

Manolita Chen, fallecida en Sevilla a los 89 años, fue la gran vedette popular de la España de la posguerra, donde reinó a fuerza de muslo y pechos andamiados

La emperatriz portátil

A la memoria de Julio Fernández, sobrino de Manolita Chen.

En los violentos años treinta la troupe de artistas chinos Che Kiang tuvo que abandonar su milenario país para huir por medio mundo escapando, se dijo, de la venganza de una familia rival. En plena diáspora llegan a la España de posguerra: revistas, cartillas de racionamiento y estraperlo. Chen Tse Ping, que tal era la gracia del jefe de la troupe, se quedó prendado de una adolescente de Vallecas. Cuarentón y lanzador de cuchillos, él. Hija de un repartidor-empresario de gaseosa, bailarina y charivari del Circo Price, ella. Dicen que fue amor a primera vista. Y dicen también que a la vallecana, escultural y de ojos rasgados, mire usted qué coincidencia, le importó un pito la fama que acompañaba al hijo de la Gran Muralla. Aquello de que si había matado a su primera y alemana esposa, en plena actuación, un día de pulso temblón. Total, que se casaron y montaron un teatro-circo, que también era un circo-teatro, según por donde se mirase. Y ella se convirtió en supervedette, cambiando el nombre de Manuela Fernández por el de Manolita Chen. Y él se convirtió en empresario y en cristiano, con el nombre castizo y definitivo de "Chepín" (Jesús, en la pila).

Tan novelesco argumento, contado del tirón, puede parecerles un cuento chino. Podrían pensar, tal vez, que como es fin de semana, hay que llenar páginas para la desocupada audiencia. No es así. Todo es cierto. Bueno, todo menos lo de la muerte de la primera esposa, que murió sí, pero de un resfriado, sin intervención alguna de Chepín y sus aceros.

La narración es veraz. Lo que sucede es que no hay negocio como el del espectáculo y en el mundo de las varietés todo era posible. Hasta las historias de cuento se hacían realidad. Sus artistas eran un objeto de deseo del que no se habían privado ni los reyes desde los viejos tiempos. Se dice que Alfonso XIII tuvo como primera amante a La Chelito y después de ella a otras no menos conocidas como Julita Fons, llegando incluso a tener descendencia con la actriz Carmen Ruiz de Moragas. Precisamente para asistir a la boda de este rey en 1906, llegó a Madrid, desde el fin del mundo, el maharajá de Kapurthala. Bastó un golpe de Cupido para que convirtiera a Anita Delgado, hasta entonces bailarina del dúo Las Camelias, en marahaní. El más difícil todavía iba con la profesión.

Reparen en que hablo de varietés. Allí, en el final del siglo XIX, empezó todo. Un proceso en el que los espectáculos populares fueron consolidándose al paso que marcaba la sociedad de consumo de masas. Un paso lento. Necesitó que la mayoría de la población pudiese tener horarios tasados, aunque fuese a golpe de sirena, y unas perras para gastar en algo que no fuera de comer, beber o arder. Así, primero en las ferias y luego en los teatros, fraguó un espectáculo de números cortos y variados. Universo nacido del cruce de la tradición teatral, musical, circense, de music-hall o vodevil: las varietés.

Ejercicio desempeñado por carne de barracón, lleno de números de circo, cine, baile y, sobre todo, de la frivolidad y hasta la sicalipsis de las cupletistas más verdes y sinvergonzonas de la historia. Un escándalo de decir, de provocar y de enseñar al descuido.

Conforme los años pasaban ese espectáculo se volvía más respetable, a la vez que la consolidación de las formas modernas de consumo iba atrayendo a un público más pudiente y, por lo tanto, más respetable también. Ese proceso de cambio empezó al finalizar la Primera Guerra Mundial y cuajó pasada la crisis del 29. Manolita Chen ya estaba en este mundo. Pero en España llegó la guerra y todo se paralizó. Hasta las formas modernas de consumo porque, en la posguerra, poco había para consumir.

En esos fríos años, a provincias, a las localidades más pequeñas, los espectáculos sólo podían llegar a través de los teatros portátiles. Una evolución de las barracas de toda la vida, que se montaban en las ferias, entre el tiro al blanco y las churrerías. Con cubierta de lona, sillas de tijera para el patio de butacas y tarimas de madera para el gallinero. Llevaban un género entre las varietés y la revista, triunfadora en los años treinta con figuras como Celia Gámez. Claro que ahora tenían que llamarse, obligatoria y castizamente, "variedades", más o menos arrevistadas.

En ese negocio encontraron su hueco Chepín y Manolita. De hecho al género de teatros portátiles, además de "teatritos", se le llamó también "chinos", porque el de los Chen era marca universal. En toda España y en parte de Marruecos. Viajando a ferias de pueblo en autocares con asientos de escay, con estancias más largas en lugares como Madrid, Sevilla, Valencia o Albacete. Y reinaron casi cuatro décadas, alcanzando su esplendor en los sesenta y setenta, momento en que, tras el paréntesis de guerra y posguerra, en España se consolidaba al fin una verdadera sociedad de consumo de masas.

El del Teatro Chino fue un espectáculo verdaderamente popular, donde Manolita Chen era la atracción principal. Primera Vedette en los teatros de lona que no hubiera desmerecido jamás en los de ladrillo. Diciendo y cantando, en bikini y media calada, "Arrímame la estufita" o "Mi fiel pajarito". Números de revistas como "Mujeres y Fantasía", "La noche de los maridos infieles" o "El león rojo, un destape en la selva". Cuando dejó de actuar, Manolita siguió dirigiendo y aconsejando a nuevas estrellas en el arte de hablar con el maduro y casado señor que, en ferias, se desmelenaba ataviado con el traje del día de la Virgen, incluso delante de su Santa, a la que la vedette ya se había metido en el bolsillo para que levantara la barrera.

"Un espectáculo lleno de luz, color y sonido con esculturales vedettes", como pregonaba la publicidad a golpe de megafonía de tómbola. Entre cuatro y siete funciones diarias a dos cincuenta, donde se podía comer, fumar y hablar. Orquestina en directo, chistes, canciones, muslos, pechos andamiados y acrobacias a destajo. Con grupos de bailarinas como "Las leonas del destape" o "Girls Dancers"; fenómenos como Nicomedes Expósito, "El Ni", también conocido como "el enano más potente del siglo XX"; estrellas de la copla o la canción; imitadores que lo mismo cantaban por Serrat que por Manolo Escobar; artistas de circo; humoristas adornados de paleto de guardarropía, bien pertrechados de boina y bastón de pastor, eso que en Castilla llaman "cacha". Porque, otra cosa no, pero cachas, allí sobraban. Y, junto a ellos, grandes estrellas, antes o después de su consagración: Juanito Valderrama, Marifé de Triana, Florinda Chico, Arévalo, El Fari, Pajares, Esteso...

Saltadores profesionales de censuras y censores, rodeando sus rojos lápices con recrecidos de malla en el muslamen y triples sentidos para enmascarar los dobles. Allí reinó Manolita Chen, como una emperatriz del lejano Oriente desde su ciudad prohibida del Teatro Chino. Mantuvo su hegemonía sobre el resto de empresas que se dedicaban a lo mismo en otros teatros como el Argentino, Capri, Cirujeda, Encinas, Lido, Montecarlo, Monumental, Olimpia o Rex Condal. Todos ellos fueron súbditos del Chino y demostraron la jerarquía de la Chen al intentar despojarla no sólo de su público, sino también de su nombre y el de su teatro, que fueron plagiados y robados por algunas empresas.

Así llegó la Transición a la democracia, después de tres décadas de brega. Entonces el destape a troche y moche era más barato en los cines y las grandes figuras de la canción venían gratis a los teatros municipales, puestas por el ayuntamiento de turno. Los artistas más famosos comenzaron a salir en la tele y, para ir a los portátiles, cobraban cifras astronómicas que arruinaron el negocio. Eso, y las películas en las que el guión exigía quitarse el sujetador para contestar al teléfono. Poco se podía enseñar bajo la lona, aunque por esos años ya se enseñaba todo. Resultó que las transparencias y los chistes verdes, con la censura vivían mejor. ¿Quién iba a querer salir de casa a pasar frío o calor en una silla de tijera del Chino si La Bombi y Bigote Arrocet salían, todos los viernes, en el tresillo del "Un, dos, tres"?

Así que, ya sin Chepín y retirada de la escena Manolita, el Teatro Chino dio su última función en la Sevilla de 1986. Y en Sevilla se quedó ella para siempre. Últimamente a esperar a la Parca en un geriátrico de Espartinas. Y la flaca de luto acaba de llegar. No hay más funciones. Las chicas han hecho el último desfile de moda y la vedette se ha paseado en su postrero apoteosis final. Todo el mundo a casa.

Con ella se fue el teatro portátil, las variedades arrevistadas y el recuerdo de las varietés. No hay prolongación posible porque ahora no hay artistas como Manolita Chen. Últimamente la única estarlette de Vallecas capaz de mostrarse en bañador ante el respetable es Cristina Pedroche. Pero, claro, ya no es lo mismo.

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