Grado,

Azahara VILLACORTA

«Alabados sean los santísimos corazones de Jesús y de María... Mi amante y mi guía. Alabados sean los santísimos corazones de Jesús y de María... Mi amante y mi guía. Alabados sean... ¿Aprendístelo? Pues ahora dilo tú». Es la hora de la siesta en el centro de Grado y Manuela debería estar durmiendo, pero esta tarde alguien ha interrumpido su rutina y decide repetir como un mantra las oraciones que oyó rezar desde que nació, el 28 de junio de hace 111 años en la localidad moscona de Llamas.

«¿Qué tengo yo pa salir en el periódico?», pregunta, de mano, Manuela Fernández Fojaco, la mujer más longeva de Asturias, donde, según el Instituto Nacional de Estadística, más de 150 personas superan el siglo de vida y más de 28.000 tienen 85 o más años.

«Te quieren hacer una foto porque eres muy vieja, madrina», le contestan en voz alta muy cerca de la oreja. Pero ella, nada. Ella a lo suyo. Porque ella sólo quiere salir a la calle, a pasear apoyada en su bastón. Que haga sol es lo que más desea cuando se despierta cada mañana, a eso de las diez.

«¿Qué van a buscar de bueno en una persona tan vieja como yo? De todo se olvida una», se queja con las manos en el regazo y sin poder fijar la mirada, de ese color indeterminado lleno de capas de la vejez. Y de repente: «En Cuba lo pasé bien». Porque Manuela no va ya a misa, ni al teatro, ni a la ópera. Ni escucha música clásica. Tampoco puede salir a celebrar su santo cada 1 de enero con una comida y unas gotas de anís en el café, como hizo hasta el año pasado. Ni leer LA NUEVA ESPAÑA ni ver telediarios, lo que más le gustaba cuando los ojos y los oídos le respondían, aunque, de cuando en cuando, se marca un baile con uno de sus sobrinos y todavía va de vacaciones cada septiembre a las Rías Bajas.

«Muy casera», independiente y vital fue la última hija de Saturnino Fernández y Teresa Fojaco, que murió cuando ella era una niña. De eso sí se acuerda. Ella llegó tras sus cuatro hermanas, que fallecieron casi centenarias. Estaba mediado 1895. «Íbamos a una escuela. Teníamos vacas y ovejas y una cabaña allá pal monte. No sé si éramos cinco. Yo era la pequeña», hace memoria de los días en los que se encargaba de cuidar al ganado y de las noches en las que las cinco hermanas andaban cuatro kilómetros para ir a leer y escribir.

La Cuba de las oportunidades fue la salida a una infancia no demasiado holgada en la que Manuela no gozaba de buena salud, pero que para ella, amiga de los refranes, pronosticaba una vida larga: «Mujer enferma, mujer eterna». Así que, cuando tenía 19 años, Manuela se embarcó en un trayecto por mar que duraba varias jornadas junto a una de sus hermanas mayores. En Europa estallaba la I Guerra Mundial.

A su llegada a la isla, el Centro Asturiano de La Habana era su única referencia. Y allí conoció a Prudencio, un moscón emigrado como ella con quien se casó ocho años más tarde. Así lo atestigua un recordatorio del enlace enviado por los esposos a Asturias: «Dedicamos este pequeño recuerdo a nuestros hermanos en prueba del cariño afectuoso. Cuba, 12 de febrero de 1922».

La pareja regentó una tienda de ultramarinos en Cienfuegos, provincia de Santa Clara. Hicieron fortuna. Y regresaron a España un par de veces. El tercer y definitivo retorno, con unos ahorros que ella gestionaba a pesar de necesitar la autorización del marido y que les permitían no tener que volver a trabajar, fue para instalarse en La Coruña, huyendo de la Asturias convulsa de la guerra civil.

Cuando aún tenía ganas de contar aquella peripecia, Manuela explicaba que «en Cuba había mucho dinero» y bromeaba: «Solía decirse que allí los ríos llevaban oro». Bromeaba incluso sobre su relación Prudencio, del que nunca llegó a enamorarse del todo: «Mi cabeza hacía lo que yo le mandaba». Y con su juventud, «lo mejor de la vida, porque, en cuanto te casas, se acaba lo otro».

Con la llegada dictadura, de Galicia se trasladaron a Rozallana, otro pueblo moscón, donde empezó una nueva etapa. Una vez desaparecido Prudencio, sin descendientes, Manuela hizo suya la familia de su marido.

«El marido era tío de mi padre y Manuela es la madrina de mi hermano, por eso en casa la llamamos todos madrina. No tenemos nada con ella, pero lo tenemos todo», dice, a su lado, María del Carmen García, la persona con la vive desde hace 17 años en el piso en el centro de Grado.

En casa son ellas dos, además de la madre de Maricarmen, María Regina Álvarez, de 82 años -la esperanza media de vida de las asturianas-, con quien pasa la mayor parte del día, el marido de Maricarmen y sus dos hijos, de 22 y 18. Seis personas en total que nunca han imaginado que Manuela no esté con ellos. «Mientras yo pueda atenderla, se queda en casa», asegura Maricarmen, que recuerda que «hasta que cumplió los 105 andaba sola por ahí y se enfadaba si iba detrás de ella».

«Los críos», como aún los llama su madre, «son lo que más quiere. Cuando ellos están en casa, es cuando está a gusto. La cogen, le dan besos, se pellizcan, el pequeño hasta baila con ella, que, todavía hoy, con su edad, tiene muy buen humor», resume la sobrina. «Estoy muy atendida. ¿Qué más quiero?», agradece Manuela, que le dice a Maricarmen -la que le da la única pastilla que toma, por las mañanas, para un estómago delicado- que quiere estar siempre con ella.

«Yo no marcho, pero tú, tápate, que se te ve el refajo», la abriga su sobrina de adopción, que explica que «lleva muy mal el calor» a pesar de que «de lo demás está muy bien»: «Duerme muy bien, come de todo y no toma medicación para nada de nada».

«No me olviden, aunque una cosa tan buena como yo, es difícil de olvidar. Y que tengan mucha salud. Yo aquí quedo todavía para dar mucha guerra. Tendré, por lo menos, 200 años».

Si a Manuela Fernández Fojaco le preguntan dónde reside la fórmula para vivir tantos años ya no responde que en «tener ilusión en el presente», «no tomarse los disgustos muy a pecho» y «adaptarse a las circunstancias del momento». Ella recurre de nuevo a un refrán: «Haz el bien y no mieres a quien» y le pregunta Maricarmen si fuera llueve para poder salir a dar un paseín: «Me gusta salir a tomar el aire. Me pongo derecha y, hala, pa la calle. Si la palabra es plata, el silencio es oro».