Cerca de mi casa vive un hombre, con edad de abuelo y sonrisa fácil, que tiene un tractor. Es pequeñito, pintado de rojo, amarillo y verde: el tractor, se entiende, no el abuelo. Muchas veces coincido en la carretera con el tractor y su ocupante, siempre por la mañana; por la tarde es más habitual verlo caminando a buen ritmo, ayudado de un bastón, que levanta para saludar. Forma parte de una brigada de caminantes que, fieles a los consejos del médico, mantienen la salud a golpe de zapatilla.

El tractor de mi vecino va siempre vacío. Como mucho lleva un jersey posado junto al sillón del conductor, pero nada más. Hace unos años, no tantos, era habitual verlo con estiércol, como tantos otros tractores que hoy ya desaparecieron de la circulación. Pero él lo sigue utilizando casi a diario, para cubrir el trayecto desde su casa hasta el bar. Allí se toma su café, y se vuelve de nuevo en el tractor de lento traquetear, reconvertido al sector servicios después de jubilarse de la ganadería.

Si perteneciera a una empresa, podría decirse pomposamente que el tractor se sometió a un programa de reciclaje sectorial, para adaptarse a las nuevas necesidades de los clientes. Y, así, luce siempre limpio como un espejo, sin una mancha de tierra ni un rastro de sus rodadas. Mantiene, en el techo, la luz ámbar obligatoria, aquella que cuando se impuso fue acogida con tanto cachondeo en los pueblos. Sentado al volante, el abuelo conduce concentrado y olvida por un momento su edad, olvida que ya no tiene más tarea diaria que a tomar el café, que la caminata de la tarde es el único esfuerzo del día.

Sentado al volante vuelve al pasado y alarga su vida.