Por suerte, las ciudades van cambiando. Por desgracia, comprobar eso implica que nosotros vamos envejeciendo.

Queda ya muy lejos aquel día de mi infancia en el que, con mis padres, visité la localidad de León. Apenas recuerdo nada de la ciudad de entonces, tan sólo la estatua de aquel Guzmán el Bueno y una avenida con árboles. Descubrí entonces lo que le faltaba a la mía para ser perfecta, y la sentí pequeña. Tanto verde alrededor y a nadie se le había ocurrido que podían plantarse árboles en las aceras, a los lados de las calles.

Como es sabido, la percepción infantil magnifica en ocasiones el recuerdo y no siempre resulta fiable. Pero fuera una gran avenida lo que vi entonces, o una simple callejuela, desde ese preciso instante eché de menos en mi casa ver brotar los árboles del asfalto (es un decir).

Después de algunos años comenzó a ser así. Tímidamente al principio, y después con un poco más de profusión, los bancos y las papeleras compartieron espacio con maceteros y árboles.

Avilés va ganando en vegetación, en calles peatonales, en plazas y rincones para paseantes y curiosos, y puede que algún que otro visitante se sorprenda ahora como yo entonces de encontrarse en una ciudad amable y viva.

Pero de un tiempo a esta parte he ido notando ciertas pérdidas que según van aumentando me van produciendo más sensación de alarma.

Al principio faltaba un árbol. Una obra cercana, un mal invierno, quién sabe, y se hacía necesario talarlo. El tiempo pasaba sin que uno nuevo ocupase su lugar y cierto día, al renovar las aceras, el hueco en el que un día se había plantado desaparecía para siempre bajo las nuevas losetas.

Cada día descubro más ejemplares perdidos, más espacios entre los que aún quedan, y empieza a darme miedo pensar en la posibilidad de que nadie tenga intención de replantar, de llenar esos huecos con otros ejemplares. Podría citar calles, pero bastará con que aquel que tenga la suerte de contar con algún árbol en la suya se asome a la ventana y lo compruebe.

Está claro que son seres vivos, que no pueden durar para siempre, que crecen demasiado, que enferman. Muchos motivos hacen necesario talarlos, pero siempre habrá otro nuevo dispuesto a ocupar su lugar.

Avilés es una ciudad pequeña, en la que resulta difícil perderse, por eso aún mantengo la esperanza de encontrarlos en su sitio, retoñando, como siempre, alegrándonos las primaveras y el asfalto.