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Aurelio González Ovies

Colorín colorado

La fragilidad del alma humana y otras ocupaciones mundanas

Vivía en la parte antigua de la ciudad, en una mansión del siglo XV, restaurada por el arquitecto más afamado de la década, compañero de su esposa en las clases de ‘taichí’. Tenía a su entero cuidado a una multitud para toda tarea doméstica o el más insospechado capricho a cualquier hora del día o de la noche. Más dos porteros, que le abrillantaban con destreza de máquina la luna de los doce coches, mientras esperaba a que el portón, tallado en un pueblo alpino, se abriera al mundo exterior.

Comía alimentos traídos de Francia, hortalizas ecológicas de la cuenca mediterránea, quesos elaborados para su paladar, aves de la Calabria, peces extrañísimos, de las zonas más protegidas de los océanos, porciones diminutas de dulces artesanos, trabajados en los monasterios de la península y de tierras toscanas. Degustaba, a diario, vinos franceses, cavas inalcanzables (una vez en la vida) para la mayoría de los bolsillos, digestivos y licores aromatizados con frutos escogidos y con sello de exclusividad.

No faltaban en sus paredes las firmas colgadas en cualquier museo del mundo ni en sus mesillas de noche lámparas decoradas con piedras preciosas. En todas las estancias se controlaba escrupulosamente el nivel de humedad y el del aire acondicionado, montado por la empresa encargada de las instalaciones de palacios y casas reales. Seguridad garantizada, tanto en el interior como en las múltiples zonas ajardinadas o de ocio y convivencias.

Disfrutaban, en yate o en su avioneta particular, de vacaciones en seis o siete ocasiones al año, además de las escapadas a esquiar. Poseían, que se supiese, siete domicilios en puntos bien distantes. Lucían los modelos más novedosos, hechos a medida por el sastre y la modista que no diseñaban más que para la familia y un alto cargo alemán. Nada, posiblemente, de lo que existe en el universo, de lo que puede sopesarse, comercializarse o negociarse les estaba vedado. Todo estaba a su entera disposición. Pero, como todo es ajeno y fugitivo, como somos todo vacío y carne, nada suponía todo. Siempre existía ‘otro’ todo más.

Como el buche humano es así de insaciable, él no se veía realizado. Se sentía asfixiado y estancado, aparte de su obsesión por no sobrepasar los sesenta y ocho kilos y su adicción a los juegos de ‘azahar’, como solía recriminarle su esposa. Cinco intentos de suicidio. Como el alma humana es así de frágil, ella se murió anteayer, en una velada de MCP (mujeres coleccionistas de perlas), intoxicada por una ostra, cultivada en las inmediaciones de Sorrento. Y colorín, colorado.

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