El verano de 1976 fue prematuro. Aquel curso, desaparecido «El General Isimo», nos dedicamos a salvar el mundo y a cerrar la Facultad, así que, llegado junio, me enfrentaba a un panorama desolador. Y más aún cuando el día del primer examen amaneció una espléndida mañana en Salamanca, y Santiago y yo decidimos que en lugar de perder el tiempo en uno de esos aburridísimos exámenes, bien podíamos largarnos a tomar unos vinos a Valladolid. Nos pusimos a hacer autoestop y al poco nos paró un portugués que iba camino de París. Y claro, después de ser tan amable, no vas a dejarle en un viaje tan largo solo, así que fuimos con él hasta Vitoria: sobre cómo nos apañamos en cuestiones económicas e higiénicas durante las tres semanas de ruta por el País Vasco, Cantabria y Palencia hasta volver a Salamanca con los exámenes concluidos o a punto de concluir, es mejor no entrar en detalles; baste saber que volvimos.

Conscientes de que íbamos a tener complicado explicar en casa que habíamos suspendido todo porque nos tenían manía los profesores, decidimos alargar un poco la estancia en la ciudad semivacía, y fue como así dimos con un grupo de aficionados a los ovnis, comandados por «El Gurú», un individuo que se comunicaba -según él- con un «maestro extraterrestre» mediante la psicografía, concentrándose con un papel y un boli, recibía mensajes que escribía, además de responder a las preguntas que quisiéramos hacerle al «maestro de las estrellas».

El problema comenzó cuando la pillé perra, y sólo preguntaba «¿de dónde venís?». Como quiera que las respuestas eras vagas, nunca daban una sola referencia fiable, y como mi insistencia no disminuía en lo más mínimo, El Gurú debió verse apurado ante los seguidores y un día, para quitarme de en medio, respondió que venían de Sirio B. Y ahí le pillé: el nombrecito lo había sacado de una reciente charla-brasa que yo mismo había perpetrado, en la que utilicé el ejemplo de Sirio A, la estrella más brillante vista desde la Tierra, en torno a la cual giraba Sirio B, una enana blanca. Cuando añadí aquello de «si alguien vive en alguna parte, desde luego no es en una estrella enana blanca que gira muy cerca de otra gigante», un escalofrío recorrió la congregación y las miradas de duda se centraron en El Gurú que tuvo que fingir un pequeño vahído para salir del paso.

El viaje estelar

Al día siguiente, con todos los fieles delante, nos preguntó si queríamos dar una vuelta en un platillo volante, a lo cual respondí que sí, siempre que no hubiera que pagar el viaje y no saliéramos del Sistema Solar, que soy muy propenso al mareo. «Mañana, a las 12 de la noche, nos recoge a la orilla del Tormes», fue la respuesta.

Y allí estábamos poco antes de la medianoche Santiago y yo, rodeados de una decena de estudiantes enloquecidos esperando a los marcianos que nos iban a dar una vuelta por esos espacios de Dios. Debo decir en nuestro descargo -de Santiago y mío-, que la frasca llena con tres litros de una cosa parecida a la cola y dos de un líquido que embotellaban bajo el epígrafe «ginebra» no era más que una pequeña medida de precaución para el frío porque las noches de Salamanca, aún a primeros de julio, enfrescan lo suyo. Y también puedo asegurarles que durante el tiempo transcurrido entre las doce de la noche y la una menos cuarto, sólo se gastó una pequeña broma, sin mala intención, en la que aseguré que el ovni debía ser de la Renfe porque en puntualidad dejaba mucho que desear.

Hasta la una de la mañana, no se descorchó la garrafa, y hasta la una y media, Santiago y yo bebimos de forma moderada (era imprescindible porque aquel brebaje requería un tiempo de adaptación del organismo), y sólo a partir de las dos, atrapados en la fase «cánticos regionales», interpretamos a pleno pulmón «La Rianxeira» porque él es gallego y el «Asturias, Patria Querida» porque es el himno internacional y punto.

Es verdad que hacia las dos y media, viendo el cariz que estaban tomando los acontecimientos, y viendo que ellos eran más, y que corríamos peligro de dar con nuestros huesos en el río, huimos como hombres a través de los campos que rodean la ciudad. Pero puedo jurar por la gloria de mi madre que aún hoy, más de treinta años después, no puedo creer que los extraterrestres dejaran de venir porque Santiago y yo regáramos generosamente la espera.

La expulsión

Y, sin embargo, al día siguiente, en una reunión de emergencia en la que el Grupo de Investigación Ufológica decidió expulsarnos para siempre, todos, y cuando digo todos, digo todos, estaban convencidos de que los visitantes del espacio no se bajaron para llevarnos hasta su base de Ganímedes, porque dos humanos habíamos ingerido demasiado alcohol y espantamos a los visitantes del espacio con sus berridos. Les juro que parecían creérselo. Por éstas.