Cesar Rubín se acaba de ir dejando casi huérfana a la literatura minera. Cada lector puede elegir libremente a sus autores y yo tengo claro quiénes son los míos: Rubín en el Caudal y Albino Suárez en el Nalón reúnen más méritos que nadie para recibir con orgullo el título de «escritores de la mina»; el primero, por haber dejado constancia para siempre en novelas y cuentos de las historias de este mundo que ya se ha perdido; el segundo, por transformar como un artífice la negrura del carbón en la hermosa joya de la poesía.

Con Albino comparto a menudo sobremesas y charlas y espero que llegue el día en que los dos celebremos juntos la proclamación de la III República; sin embargo, con César Rubín mi amistad se limitó a la década de los ochenta y estuvo centrada no en las letras, sino en un tema que también le apasionaba: la arqueología. Hoy quiero rendirle desde aquí mi pequeño homenaje haciéndolo partícipe de su convicción sobre la importante herencia cultural que para él esconde el valle de Nicolasa, donde afirmaba que había existido hasta el siglo XX un conjunto de importantes megalitos.

Para César Rubín, el Picu Llosorio debería denominarse correctamente Luxorio, esto es, «el monte del dios Lug», y en los parajes que lo rodean nuestros ancestros fueron levantando magníficos monumentos para honrar a su divinidad. En 2000 el álbum de fiestas de San Xuan sorprendió a los mierenses con la publicación de un resumen de las investigaciones del escritor donde se daban detalles sobre un enorme dolmen destruido por su abuelo, un túmulo y un fantástico crónlech también desaparecido, que él afirmaba haber visto de niño.

Yendo por partes: los dólmenes, como ustedes saben, son construcciones del final de la Prehistoria consistentes en dos losas verticales hincadas en la tierra que sostienen otra apoyada sobre ellas en posición horizontal y que en su origen se cubrían con tierra formando un túmulo; su finalidad solía ser la de servir de sepulcro colectivo y a la vez señalar el control de un territorio. Su forma recuerda la de una mesa y por ello a menudo reciben este nombre.

El dolmen de Cesar Rubín se llamaba precisamente «La Mesona» por sus grandes dimensiones, tan grandes que por el arco que formaban sus piedras podía cruzar Celestón el Porreto con un carro del país tirado por dos vacas uncidas; pero no estaba aislado, junto a él se encontraba otro túmulo aún cubierto de tierra y muy cerca una estela cuadrangular de 1,20 de altura por 0,50 de lado que los vecinos llamaban «El Fito». Un conjunto que sería el sueño de cualquier experto, sobre todo por las excepcionales proporciones del dolmen, y que se enclavaba en una meseta por encima de La Fayosa en la vertiente noroeste del Picu Roíles, donde nacen las primeras fuentes del arroyo Llamas.

Hoy el lugar es sólo un roquedal porque todo fue destruido por personajes con nombres y apellidos. El túmulo lo arrasó un «ayalguero» llamado Patina obsesionado por los tesoros enterrados y que fue famoso en su tiempo por su actividad pintoresca, y el dolmen lo voló con dinamita en 1905 el propio abuelo paterno de César Rubín, quien se llevó las piedras con la ayuda de el Porreto hasta la Peña'l Cuervu, donde estaba construyendo una terraza para unas casas que tenía en el lugar y a las que llamaba «La Glorieta».

Si lo que llevan leído hasta este punto ha despertado su curiosidad, vean el segundo hallazgo del escritor de Ablaña: nada menos que un crónlech, otro monumento megalítico, mucho más raro de encontrar, sobre todo en nuestra tierra. Se trata de un círculo formado por piedras o menhires clavados en el suelo, una tipología que se encuentra sobre todo en las Islas Británicas y la Bretaña francesa, pero que en la península Ibérica es difícil ver fuera de los Pirineos y que en cualquier caso siempre es difícil que tengan un diámetro superior a los quince metros y suelen estar muy desfigurados.

Cesar Rubín afirmaba haber visto una de estas estructuras siendo aún muy niño, en 1926, pero a pesar de su corta edad mantuvo toda su vida el recuerdo de aquella jornada hasta el punto de que hace pocos años aún era capaz de describir el hallazgo con detalle. Según él, estaba en Camparrionda, una hermosa pradera abierta en la base del Llosorio, sepultada ahora por miles de toneladas de estériles, y sus nobles piedras fueron retirándose poco a poco por los vecinos del lugar, que las emplearon en la construcción de cuadras y muros para lindes.

En la reconstrucción que salía de su memoria, la campera circular superaba los cuarenta metros de diámetro y estaba circundada por un foso. Vean un fragmento del amplio informe no publicado que hizo en aquellos años: «Por el interior, se hincaban "fitos" casi iguales y a distancias simétricas, en todo lo redondo. Por el Norte, que coincidía con la dirección de la arista orográfica, se levantaba el pórtico: dos columnas de piedra de mayor o menor altura que los "fitos". Ignoro si en tiempos anteriores llevó dintel o travesañoÉ La reflexión y el tiempo, así como los conocimientos consecuentes al tenaz empeño de superación, me han dado una explicación que faltó en mi infancia. Camparrionda, con sus "fitos" y pórtico, era un monumento megalítico, un crónlech, quizá modesto por no disponer en las inmediaciones del roquedal de La Esniella, pero crónlech al fin y al cabo».

Posteriormente, Rubín acompañó el artículo del álbum de San Xuan que ya cité más arriba con dos dibujos preciosistas en los que seguramente su imaginación contribuyó a magnificar el recuerdo, ofreciendo datos que eran imposibles para la observación de un niño de 4 o 5 años, que serían los que él tenía cuando visitó el monumento de Camparrionda: el crónlech perfectamente circular aparece representado con un diámetro de 60 a 70 metros formado por 18 menhires de 1,20 de altura y un trilito del doble como entrada, lo que lo convertiría en una de las mejores muestras de estas estructuras documentadas en Europa.

Con todo, lo que es indudable es que otros miembros de su familia también guardaban la memoria de aquellos monumentos y así el escritor contaba cómo, tras haber enviado a un hermano de su padre residente en Argentina un ejemplar de su primera novela «Luz en las tinieblas», éste se lo agradeció con una larga carta llena de nostalgia en la que evocaba lo que había dejado en Ablaña: «¿Qué cosa que he visto allá es formada por dos piedras de punta hincadas en el suelo con una gran laja por travesaño a modo de mesa? ¿Y qué es una pradera circular con mojones alrededor y un marco de entrada sin el travesaño?...».

Más adelante el pariente, último hermano vivo de una amplia familia de emigrantes, aportaba una información de valor sobre el asunto describiendo el lugar exacto en el que su hermana -la madre de César Rubín- había guardado tres pequeñas piedras bajadas del lugar. Y efectivamente allí estaban dos, en un agujero de la pared, sobre el llar. Se había perdido la otra, una pieza afinada con la forma de un cigarro puro de 15 centímetros de largo por 2,5 de grueso con indiscutible traza neolítica.

César me dejó tener una temporada las que aún se conservaban y pude estudiarlas y medirlas: se trata de dos piedras de unos 12 centímetros de diámetro y 5 de espesor perforadas en su centro, una de granito basto y la otra de cuarcita en la que aún pueden verse señales de pulimento; seguramente, su finalidad era la de servir de contrapeso en un telar o sujetar la techumbre de una vivienda, pero en cualquier caso son la prueba material de la existencia de un yacimiento en la zona, muy cercano, por cierto, a la necrópolis documentada muy cerca del propio Llosorio destruida por la actividad minera a cielo abierto y también al túmulo de Peña Regá, donde yo mismo acabé localizando otra hacha del Neolítico, hallazgo que Rubín celebró con alegría porque venía a incidir en su teoría sobre la importancia arqueológica que estos montes pueden tener todavía. Contar estas cosas es mi manera de darle las gracias al amigo desaparecido. Sin embargo, César Rubín, que acaba de pasar por derecho al panteón local de nuestros hombres ilustres por su obra literaria, merece otros reconocimientos más serios que el mío y no me cabe duda de que ya se estará estudiando la forma de enaltecer su figura y su obra como se merece, ¿O no es así?