De haber sido asturiano, sir Joshua Walmsley se habría quedado «plasmau», pero como era judío y además inglés se quedó estupefacto. Era el encargado de examinar el territorio por el que tenía que pasar el ferrocarril que la Compañía del Camino de Hierro del Norte de España pensaba trazar entre Avilés y León y había salido de la villa marinera en un coche de caballos para conocerlo de cerca. Aún no circulaba ningún tren por España, pero un grupo de ingleses encabezados por Richard Kelly y John Manby que también acababan de constituir en Mieres La Asturiana Mining Company habían logrado en la Nochevieja de 1844 aquella concesión, fundamental para la expansión de su empresa y además con un montón de beneficios que incluían la posibilidad de poder ampliar el trazado de las vías hasta Madrid.

Al principio la noticia se había recibido en Londres con alborozo y el mismo sir Joshua llevaba invertida una fuerte suma en el proyecto, luego todo habían sido dificultades, y ahora venía otro problema más del que nadie les había advertido: la existencia de una cordillera infranqueable.

Hasta Oviedo todo había ido bien, pero en el Padrún ya se había asustado un poco al ver lo sinuoso del camino y la altura por la que discurría; allí le tranquilizaron sus ayudantes que venían examinando otros caminos alternativos advirtiéndole de que se podía abrir la ruta siguiendo el curso del río Caudal hasta su confluencia con el Nalón: sería necesario horadar varios túneles y salvar algunos desniveles, pero no era imposible. Luego llegó a Mieres cuando ya estaba oscuro, allí la vega parecía definitivamente llana, aunque la preocupación no le dejó descansar bien. Antes del amanecer le pudo la impaciencia y cuando la luz empezó a abrir el día ya estaba en pie, entonces vio las montañas nevadas a lo lejos y tuvo que frotarse los ojos.

A partir de ahí todo fue una pesadilla: Ujo, Pola de Lena y finalmente Campomanes. Un poco más allá decidió detenerse porque supo que desde aquel punto era imposible encontrar un paso por donde tender la línea férrea y aunque los mejores ingenieros del mundo y miles de trabajadores pudiesen hacerlo con un esfuerzo sobrehumano, no existía en aquel momento máquina capaz de superar aquellas rampas que se perdían en las alturas tirando por un convoy de vagones cargados.

El informe de sir Joshua fue demoledor; el paso a la Meseta era impracticable y la Compañía del Camino de Hierro del Norte de España debía alterar su planteamiento inicial. Un problema más que venía a añadirse a los que había provocaba incesantemente a uno de los hombres más importantes de España, empeñado en tumbar aquella realización desde un principio porque estorbaba a sus negocios particulares.

Se trataba de Fernando Muñoz, el duque de Riansares, segundo esposo de la regente María Cristina y por lo tanto responsable de su hija, la futura Isabel II: un maestro en urdir intrigas desde la alcoba donde no concedía respiro a la reina madre: después de 10 años de estar casados en secreto acababan de hacer oficial su relación y en ese tiempo le había dado nada menos que siete hermanos a Isabelita... y parecía que la cosa iba a seguir.

El aristócrata, que poseía minas en Siero y Carbayín, también tenía desde septiembre de 1844 la autorización para construir su propio camino de hierro desde las minas de Langreo y Siero hasta Gijón y Avilés. La operación había sido tramitada por tres diputados realistas que más tarde verían recompensada su actuación colocándose en el primer consejo de administración de la llamada Compañía del Ferrocarril de Langreo en Asturias, con domicilio en la madrileña calle de Alcalá y constituido casi en su totalidad por políticos, pero no adelantemos acontecimientos.

Desde que Fernando Muñoz supo que la compañía de sus rivales había sido autorizada empezó a lanzar desde su círculo de allegados rumores destinados a impedir su desarrollo: primero se hizo llegar a Inglaterra la noticia de que el puerto de Avilés no era capaz de recibir buques de mediano calado y para tranquilizar a los accionistas tuvo que organizarse un viaje en un vapor desde Londres, dirigido por el propio John Manby y un grupo de ingenieros que pudieron echar abajo la mentira a pesar de que cuando llegaron a la costa las condiciones de la mar eran especialmente malas; más tarde, una vez superado aquel obstáculo, hubo que combatir una corriente de opinión adversa en el sentido de que no se podía dejar una empresa tan importante en manos inglesas.

Riansares, por su parte, no tenía límites: su ferrocarril estaba avalado por su posición en la Corte, con lo que pudo obtener un crédito sin problemas. Se lo dio el banquero español León Lillo, afincado en París y testaferro suyo. A la vez lograba también la disolución de la Asturiana Minig Company alegando entre otras razones que sus oficinas estaban en Londres y los libros se llevaban en inglés y que la situación económica era inviable. Adivinen quién compró los derechos: pues sí, fue el mismo León Lillo quien se encargó también de hacerse con las concesiones de la compañía por la ridícula cantidad de 502.000 francos incluyendo en el paquete las instalaciones fabriles, las minas de carbón y las de hierro.

A pesar de todo, un pequeño grupo de accionistas ingleses se opuso a aquel abuso y cuando llegó a Mieres uno de sus apoderados para hacerse cargo de las instalaciones, su director administrativo se negó a entregarle la documentación aduciendo errores legales, pero no hubo nada que hacer, como no podía ser de otra manera, el juez de Lena dio la razón al temido consorte real y aunque desde Londres aún se intentó buscar un último arreglo mediante la embajada inglesa en Madrid, todo fue inútil.

Por otro lado, en mayo de 1845 otro de los hombres de paja de Riansares, Vicente Bertrán de Lis, obtenía una nueva autorización para hacer un segundo ferrocarril desde Sama a Villaviciosa por Siero con ramales a Oviedo y Mieres. En realidad lo que se buscaba era que los dos caminos de hierro quedasen en las mismas manos y unos meses después cuando este mismo personaje logró también los derechos del primero ya podía nacer la Compañía del Ferrocarril de Langreo.

Con todo, los gastos de la obra y el despilfarro de los directivos hicieron necesario solicitar otro crédito bancario en julio de 1853, que se pactó esta vez con el banquero Juan Grimaldi, pero ni con esas fue suficiente y entonces con todo el descaro se recurrió a la aportación de fondos del Gobierno con la excusa de que se trataba de una obra de interés público.

Pero se había ido demasiado lejos y cuando ya era evidente que el que se estaba enriqueciendo a costa del erario público era el propio Fernando Muñoz, la cuestión llegó hasta el Senado, donde en una escandalosa sesión se criticó el descarado trato de favor que se estaba dando a esta compañía. Aunque los principales accionistas publicaron una explicación para justificarse, aquello no satisfizo a nadie y finalmente para lavar su cara la sociedad tuvo que ser reorganizada en 1854 con una nueva dirección que logró llevar a término el proyecto. De esta forma el 12 de julio de 1856 podía entrar en Langreo la primera locomotora inaugurando el ferrocarril en Asturias y asombrando a los vecinos de la villa.

En cuanto a los ingleses de Mieres, vista la imposibilidad de franquear el Pajares y aprovechando que aún disponían de la concesión para su proyecto, intentaron retomar otro de menor envergadura y en el que habían pensado inicialmente: se trataba de un tren minero que nacía en Puente Los Fierros y después de recorrer toda la cuenca del Caudal se dividía en dos ramales, respectivamente hacia Avilés y Gijón.

La llamada Empresa del Ferrocarril Carbonífero, que contaba entre otros accionistas con financieros españoles tan importantes como el marqués de Salamanca también fue boicoteada por el clan de Riansares, que mientras tanto seguía recibiendo ilegalmente intereses sobre el capital que habían desembolsado en su proyecto, lo que iba contra la normativa vigente en aquel momento. Y de esta manera, como escribió sobre este asunto el investigador Rafael Pérez Lorenzo, terminaba «la que parecía destinada a ser la mayor y más importante inversión extranjera en Asturias».

Una pena, ya que al poco tiempo, cuando se iniciaba la década de los 1860, Fernando Muñoz y señora, aprovechando la información privilegiada que manejaban, empezaron a deshacerse de sus negocios en las Cuencas justo antes de que se publicasen unos decretos que suponían una importante disminución en sus beneficios. Por entonces comenzaba en el Caudal la era de Numa Guilhou, pero ese ya es otro capítulo.