En las Navidades de 1991 se vivió en Mieres la batalla del Barredo. Mientras 36 sindicalistas del SOMA y del Sindicato Regional de la Minería de CC OO permanecían encerrados en la 4.ª planta del pozo en protesta por el plan de reconversión industrial de Hunosa, en el exterior se daba un enfrentamiento permanente con las fuerzas del orden público que no cesaba ni de día ni de noche. En las horas más duras no se dudó en recurrir a los voladores disparados con «bazookas» caseros para defender las barricadas, entonces, para evitar que los manifestantes pudiesen seguir abasteciéndose en las pirotecnias habituales, se obligó a los compradores a identificarse y justificar su adquisición. Supongo que ya ha pasado bastante tiempo para que los hechos que les voy a contar y que forman parte de nuestra historia reciente puedan ser conocidos por todos.

Su protagonista fue Manuel Salvador Álvarez Cueva, el popular Lito, galardonado como «Mierense del año» en 1987 por su lucha incansable en la defensa de los puestos de trabajo que acabaron perdiéndose en la cuenca del Caudal, y que en aquel momento decidió tomar el toro por los cuernos y arriesgarse por todos, algo que, como verán si siguen leyendo, ya había hecho en otras ocasiones.

Lito conocía a los responsables de la Comisión de Festejos del pueblo de S., una localidad de otro concejo asturiano fuera de sospecha en aquel momento, y les convenció para que adquiriesen en su nombre 200 docenas de cohetes. Luego fue a por ellos, los cargó en su Nissan Patrol y, aprovechando la supuesta tranquilidad que daba la noche, se dirigió con ellos a Mieres por la antigua carretera de los túneles. Pero a la altura de Parteayer surgió la primera dificultad: una barricada le cerraba el paso. Afortunadamente, la oscuridad y las prisas hicieron que los agentes que la vigilaban no pensasen en otra cosa más que poder indicarle una ruta alternativa, y el susto se quedó en eso.

Lito dio marcha atrás y por una carretera de tercer orden alcanzó El Padrún, luego bajó un par de curvas y tuvo su segundo susto al encontrarse otra barricada, aún ardiendo, que le volvía a frenar. Cuando vio a un guardia civil caminar hasta el vehículo pensó que su aventura estaba a punto de terminar allí, pero, para su sorpresa, aquél no hizo más que abrirle un camino entre los montones de ruedas humeantes y finalmente pudo llegar a su destino sin más problemas.

Aún hoy, Manuel Salvador recuerda el miedo que pasó aquella noche, a pesar de que ya estaba curtido en otras movilizaciones que llegaron en su momento a las primeras páginas de los diarios regionales.

El 7 de febrero de 1978 fue la primera vez: se estaba negociando entonces el convenio de Uninsa y las conversaciones se estancaron sin que nadie viese forma de desbloquearlas. Ante la pasividad de los sindicatos, Lito decidió forzar un órdago personal y tras mantener una conversación con sus compañeros después del bocadillo de la mañana, les comunicó su decisión de subir hasta lo alto de uno de los gasómetros de la fábrica y permanecer allí arriba en señal de protesta hasta que la cosa echase a andar.

Allí, a cincuenta metros de altura, aguantó diez horas en solitario sin más visita que la de los representes de la jefatura de la empresa, que tuvieron que arriesgar el tipo para acercarse a convencerle de que desistiera. No llevaba más equipo que su propia ropa, pero, como si la naturaleza estuviese de su lado, la gran nevada de aquel invierno le respetó hasta que logró su objetivo y los primeros copos comenzaron a caer cuando puso pie en tierra.

La original protesta de Lito tuvo tal repercusión mediática que cuando había pasado más de un año, otro numeroso grupo de trabajadores (cuarenta según las informaciones de aquellos días) decidieron seguir su ejemplo y volvieron a subirse al gasómetro para aguantar allí tres días de la primera semana de septiembre. Esta vez lo hacían para manifestar su desacuerdo ante el desmantelamiento de las últimas instalaciones siderúrgicas que quedaban en Mieres y donde se jugaba el futuro de una plantilla de 720 obreros.

Y es que aquel 1979 fue el año en el que se quemaron los últimos cartuchos para frenar una situación que ya era inevitable desde que el director general de operaciones de Ensidesa, Luis Lucía, había hecho público el plan-trampa para cerrar las baterías de coque. Ofrecía a cambio la urbanización del suelo industrial de la antigua fábrica, el montaje de un taller de reparación de vagones y material móvil para 131 trabajadores y otro de reparaciones generales con 170 puestos más.

El bombazo estalló el 14 de julio y luego, como sabemos, fue aún peor de lo que se esperaba. Entonces se sucedieron las reacciones: un encierro en el Ayuntamiento y la huelga general de veinticuatro horas en octubre, convocada por Comisiones Obreras y UGT, apoyadas por la Unión de Comerciantes y el equipo municipal al completo; aunque lo ocurrido en aquella jornada, con dos concentraciones, a las once de la mañana y a las ocho de la tarde, a las que acudieron algunos ciudadanos mientras otros aprovechaban el día para ir de compras a Oviedo, no resistía la comparación con la enorme marea de solidaridad que había llenado las calles el día 21 de julio de 1976, con 40.000 mierenses participando en una gran manifestación contra la amenaza que empezaba a cernerse sobre la villa. Parecía claro que el desánimo había cundido entre la población y ahora que el tiempo ya ha pasado vemos las consecuencias irreparables que trajo aquella rendición sin haber puesto toda la carne en asador. Aunque también hay que hacer justicia con algunas voces se alzaron en solitario hasta el final: el malogrado Manuel Fernández Pello, por ejemplo, o Nicanor López Brugos, el párroco que clamó inasequible desde el púlpito, recibiendo el apoyo de pocos y el silencio de muchos, y en la lista, otra vez, Lito, que decidió volver a su protesta solitaria en las alturas, aunque esta vez con un reto mucho más peligroso.

Fue en noviembre, cuando cansado de la pasividad que estaba tomando la lucha contra el desmantelamiento decidió amarrarse a una vieja chimenea de la fábrica a más de cuarenta metros de altura. Subió con ropa de abrigo, un cinturón de montaje, una botella de leche y unas tabletas de chocolate que le recomendó Gelín Fueyo, entonces ATS de la empresa y hoy presidente del Caudal Deportivo, para que le aportasen alguna caloría.

Seguramente ninguno de nosotros podría haberlo hecho, pero la preparación física que Manuel Salvador había adquirido en su juventud se notó en aquel momento. Él había sido a principios de los setenta uno de los principales valores de la halterofilia regional dentro del Club Gimnástico Mierense, varios años campeón de Asturias, récord de los Juegos del Cantábrico, celebrados en La Coruña, y subcampeón de España en la categoría de los superpesados. Muchos vecinos recordarán todavía su fortaleza bailando a la gigantona por las fiestas de San Xuan, dándole vueltas a aquel pesado armazón que sólo él podía mover con soltura para divertir a niños y mayores.

El caso es que lo hizo: veinticuatro horas encaramado allí arriba, con las piernas colgando y sin dormir, y además con la molestia añadida de tener debajo una batería de coque en funcionamiento que elevaba al cielo una columna de humo cada veinte minutos haciendo imposible la respiración.

Costó que bajase de allí. Lo intentó incluso un helicóptero de la Guardia Civil, que tuvo que desistir por la peligrosidad de la operación; también se quiso acercar hasta su posición una escalerilla de Bomberos y como las de aquí quedaban cortas hubo que traer un camión del parque móvil de la capital. Finalmente, tuvieron que encargarse los especialistas del grupo de montaña, que lograron conducirlo de nuevo a tierra en medio de una enorme expectación, cuando Lito ya no podía moverse solo y tenía los pies completamente entumecidos por la inmovilidad forzosa de aquella postura.

Y vamos a terminar donde empezamos, en aquellas duras semanas del final de 1991, porque Lito, después de resolver felizmente aquel transporte de proyectiles ilegales y haber montado decenas de barricadas ayudado de su facilidad para mover grandes pesos, fue detenido y sometido a la ley antiterrorista por algo que no había hecho. La Policía creyó reconocerle en una fotografía disparando contra ellos uno de aquellos tubos caseros, una acción concreta que ahora que ya lo hemos contado todo no tiene motivos para seguir negando. La realidad es que le confundieron con otro y uno no tiene por qué pagar las cuentas de los demás. Al juicio, que se celebró en la Audiencia Provincial, asistió en su apoyo la plana mayor del SOMA, encabezada por José Ángel Fernández Villa, pero curiosamente el testimonio que le valió la absolución fue el de su peluquero habitual, que certificó que el individuo de la foto no era Lito porque su corte de pelo no se correspondía con el suyo y él nunca le habría dejado unas greñas como aquellas que asomaban por debajo del pasamontañas. Ya ven qué cosas tiene esta vida.