No me extraña que de vez en cuando haya alguien que por la mañana se levante al grito de «¡a la mierda!», recoja sus pertenencias y se largue con viento fresco a exiliarse en un país más cuerdo que el nuestro.

Lo tenemos todo patas arriba. El diabólico modelo territorial da muchas más espinas que rosas. El Poder Judicial está politizado hasta el tuétano y la Administración de Justicia se respeta o se ataca dependiendo del sentido de sus resoluciones. El sistema productivo ahora sirve, ahora no sirve, sin que nadie haya puesto los cimientos para un cambio razonable. No somos capaces de acordar el modelo energético, con la eterna polémica sobre las centrales nucleares, ni el reparto del agua. Arruinamos generaciones enteras con las permanentes discusiones sobre los planes educativos. Mantenemos bien encendidos los debates sobre Monarquía y República, la Iglesia católica, la inmigración, las pensiones, el aborto. Hoy, los bandos se enfrentan por el velo islámico y Garzón. Ayer era por las consultas secesionistas, la SGAE y Garzón. Anteayer, por la lucha contra el terrorismo, los toros, la eutanasia y Garzón. Mañana será por otro mogollón de asuntos y Garzón.

No podemos vivir así. Las soluciones a los problemas que nos afectan cada día se pierden en el barullo. Estamos juntos, pero permanentemente revueltos. Nos peleamos por las lenguas, los símbolos, las creencias, la interpretación de la historia y acabamos sacándolo todo de quicio.

Y lo más alucinante es que la inmensa mayoría de las polémicas en las que vive este estúpido país no interesa a casi nadie. Los estudios reflejan que son minoría los realmente preocupados por las reformas estatutarias, los crucifijos en las escuelas, el furor nacionalista, los colores de la bandera y esa infinidad de «problemas» sobre los que se vocifera sin cesar. Son polémicas ficticias, generadas y alimentadas artificialmente. El español de la calle tiene otras preocupaciones más importantes y que nunca se solucionan, pues son las menos rentables para los que viven de la trifulca. Porque son poquitos, pero bien organizados, los interesados en que el río siempre baje revuelto ocultando el fondo fangoso de la corrupción en sus múltiples formas.