Me gusta pasear por los cementerios. Cuando estoy más de tres días en una ciudad siempre me acercó a saludar a sus muertos y a veces me veo obligado por una atracción inexplicable a dejar la carretera en pleno viaje y acercarme hasta alguno de esos camposantos solitarios que de vez en cuando nos sorprenden dando un poco de inteligencia al paisaje, entre los toros negros de hojalata y los molinos de aspas increíbles que van llenando los altozanos castellanos.

Visito a menudo el de Mieres, porque allí tengo muchas devociones que me niego a perder. Las más se corresponden con aquellas personas a las que quise o estimé cuando vivían, pero también tengo respeto por otros difuntos a los que no pude conocer en persona y para honrar su memoria me gusta pararme un minuto ante sus nombres grabados en el mármol. En mi lista de querencias está Vital Aza, protegido por una bella figura modernista que siempre me recibe con sus alas abiertas, y es que tengo que agradecerle los buenos momentos que me han dado sus libros y además -se lo confieso, esperando su complicidad- es un personaje que me cae bien, ¿Nunca se han cruzado ustedes por la calle con un rostro desconocido y les ha pasado lo mismo? Pues eso.

Ya escribí una vez que a Vital Aza le hubiese gustado poder ver su entierro. Murió en Madrid el 13 de diciembre de 1912 y lo embalsamaron para cumplir su deseo de ser enterrado en Asturias. Al día siguiente sus hijos y varios amigos íntimos bajaron el cadáver desde su domicilio y lo condujeron hasta la estación del Norte donde lo hicieron coger el tren de las tres rodeado por el mundillo cultural de la capital y muchos admiradores anónimos. Era sábado y la nieve acompañó su último viaje hasta Mieres, a cuya estación llegó a las nueve de la mañana del día siguiente.

Para entonces ya había dado tiempo a traer desde Oviedo una carroza fúnebre, adornada con colgaduras y tirada por cuatro caballos que parecía salida de uno de los cuadros teatrales que él había plasmado con su pluma, aunque respetando su voluntad, no hubo coronas y sobre el ataúd solo se colocó un ramillete de flores naturales.

A veces trato de imaginar frente a su tumba solitaria aquella comitiva que tuvo que ser fantástica y me parece oír a la multitud que lo acompañó por las calles siguiendo a las autoridades revestidas de solemnidad, bajo el frío y emocionados por las notas de la banda de música municipal. En ellos había encontrado Vital Aza la inspiración para muchos de sus personajes, porque aquí aprovechaba la tranquilidad de los veranos mierenses, lejos de la popularidad de los teatros, para planear y escribir sus composiciones.

Vital Aza era lenense, nacido el 28 de abril de 1851, pero repartió la mayor parte de sus días entre Madrid y Mieres, en la casa familiar de su mujer Maximina Díaz Sampil, a la que había conocido en Gijón. Cuando estaba en Oñón solía bajar por las tardes hasta La Pasera para formar tertulia con el párroco, el juez y otros amigos en la rebotica de su primo político José Pío Fernández de La Granda, y de aquellas tardes jugando al tresillo y tomando el café que preparaba su prima Eulogia salieron obras como «La rebotica», estrenada en marzo de 1895 en el Teatro Lara de Madrid.

Había trabajado siendo aún adolescente como ayudante del ingeniero cántabro Justo del Castillo en el primer tramo de aquel ferrocarril que lo iba a llevar hasta Madrid para estudiar medicina cuando tenía veinte años y en el que también iba a retornar en su último viaje, pero en la gran ciudad pudo mas la tinta que la sangre y no tardó en cambiar los quirófanos por el escenario.

En 1874 tuvo su primer éxito con «Basta de matemáticas», y luego vinieron más de sesenta obras entre teatro y zarzuelas, representadas con tanto éxito que se convirtió en uno de los personajes más populares de Madrid, ayudado por su elevada estatura, su elegancia, su buen humor y su facilidad para improvisar versos ante cualquier situación. Se contaba que durante más de una década no hubo un día en que no se representase en algún teatro de la capital una obra suya y de su compañero, el letrista Miguel Ramos Carrión, de manera que su amigo Clarín llegó a decir que era uno de los cuatro autores españoles que en aquellos años podían vivir de esta actividad.

Vital Aza también fue un republicano convencido y publicó en su juventud algunos artículos políticos en la prensa de esta tendencia, aunque a pesar de ello seguramente disfrutó escribiendo su libreto más celebrado para «El rey que rabió», que tiene como protagonista a un monarca empeñado en conocer de primera mano el país que gobierna, aunque ello no sea bien visto por su camarilla. Con muy buena voluntad se ha querido ver en este protagonista al rey Alfonso XII, fallecido seis años antes del estreno y sobre el que corría la leyenda de que vez en cuando se escapaba de palacio para hacer alguna correría por Madrid. Seguramente también han oído estas cosas sobre Juan Carlos I, dando largos paseos nocturnos en su moto e incluso deteniéndose a ayudar a algún automovilista en apuros. En fin, somos así y a alguno le encantan estas fantasías.

«El rey que rabió» se estrenó el 20 de abril de 1891 en el Teatro de la Zarzuela, de Madrid con un derroche de medios, siete decorados y nada menos que 300 trajes y aún sigue representándose por toda España cosechando los aplausos y la risa de los espectadores. Se trata de una obra cómica que los críticos calificaron como una opereta española por su similitud con este género que triunfaba en los países del centro de Europa; tiene tres actos y ocho cuadros en verso y prosa escritos conjuntamente por Vital y Ramos Carrión, que al parecer tardaron años en rematarla y la música -una partitura con 19 números- es de Ruperto Chapí, lo que también contribuyó a que se convirtiese en la más importante de aquel año.

El argumento se desarrolla a finales del siglo XVIII en un estado imaginario y como ya les adelanté cuenta las peripecias de un rey que decide saber como es la vida de sus súbditos disfrazándose de pastor para no ser reconocido y acompañado de algunos cortesanos camuflados de la misma guisa, entonces se enamora de una aldeana, lo que como es lógico abre la puerta al malentendido, luego el monarca es acusado de desertor y llevado a un cuartel del que se escapa y al final acaba casándose con aquella joven.

Seguramente su escena más conocida es aquella en la que unos doctores examinan a un perro que ha mordido a su rival amoroso y al que identifican erróneamente con el rey; los galenos dan un largo diagnóstico de síntomas que pueden o no indicar la enfermedad para concluir en una divagación que no aclara nada, haciendo que recordemos inmediatamente la actitud habitual de uno de los políticos que nos han tocado en desgracia en este siglo XXI: «Juzgando por los síntomas / que tiene el animal, / bien puede estar hidrófobo, / bien no lo puede estar?».

En el libreto aparece la indicación de que en un momento dado debe ladrar el perro o quien lo imite y se sabe que aunque en escena llegó a aparecer un can auténtico, propiedad del hijo de un famoso empresario teatral, como resultaba imposible hacer coincidir el ladrido con la música, se encargó de imitarlo con su voz un corista apellidado Prieto que cobraba dos pesetas por esta labor.

Hay otro número de esta zarzuela que también está de actualidad, es el «Cuarteto de la dimisión», al que últimamente se recurre para incidir en su campaña contra el presidente del Gobierno porque parece una referencia culta; quienes lo hacen están en su derecho, pero aprovechando que el Caudal pasa por Mieres, no estaría de más que de paso se sentasen a escuchar toda la partitura, más que nada para relajarse.

Otra curiosidad que compaña a esta obra es el hecho de que sus autores fueron acusados de plagio por un periódico madrileño. Concretamente se trataba de la obra «Un roi en vacances», comedia francesa escrita en 1835. Está escrito que se llegó a someter la cuestión al juicio de Juan Martínez Villegas, que al parecer era entonces un destacado especialista aunque ahora resulta imposible saber nada sobre él. Su conclusión fue que las dos obras se parecían poco y a pesar de que en aquella época estas demandas eran bastante frecuentes, aquí la cosa tiene su enjundia porque Vital Aza estaba especialmente preocupado por estos temas al ser uno de los fundadores de la Sociedad de Autores en la que figura como su primer presidente.

De cualquier forma, vaya mi admiración y mi cariño para el hombre que no solo hizo reír a una generación sino que en plena industrialización, con un Mieres emponzoñado por los humos de la Fábrica y el mercurio y adornado por unas escombreras y unos ríos negros de carbón que hoy harían temblar a los ecologistas, fue capaz de defender que: «En invierno y en verano / no hallarás nada más sano / que este clima encantador, / ¡ni hay otro pueblo mejor / desde Ablaña a Santullano!». Con un par.