El pasado día 26 de agosto fallecía en Oviedo el sacerdote católico don Florentino Fernández Álvarez, de quien, en varias notas necrológicas, se han recogido ya los datos biográficos más relevantes. Hemos esperado, intencionadamente, el paso del tiempo, para recordarle como sacerdote y como el ser querido que fue para mí, para mi familia y para muchas familias y personas de Oviedo.

Su imagen, no se borrará fácilmente de la memoria de quienes le conocimos, le apreciamos y le quisimos. Pequeño y ágil, con aspecto juvenil hasta sus últimos días siendo ya octogenario, su porte externo era inconfundible, siempre impecablemente vestido con la elemental elegancia de su oscuro «cleryman». Daba gusto verlo cargado siempre de ilusiones y viviendo día a día, minuto a minuto la aventura de ser mejor ayudando a los demás a serlo. Yo creo que ese era el secreto de su perenne juventud, interrumpida por un rápido tránsito que nadie esperaba. Esta ilusión sacerdotal mantenida a lo largo de su vida, de hacer de puente entre Dios y los hombres, ocupó todos los momentos de su existencia en ejemplar entrega. En esta personal despedida de quienes le apreciábamos profundamente, desearíamos dejar constancia de lo más distintivo de su personalidad, tanto humana como sacerdotal.

Humanamente, aunque no lo pareciese, era un hombre de carácter, de una exquisita educación y de un trato suave; nunca vimos salir de su boca reproche alguno hacia nadie. Su austeridad era proverbial: comía lo justo; gastaba lo justo; y administraba su tiempo sin apenas conocer el ocio. Su entrega personal a su condición de sacerdote le impedía gastar y gastarse en otras cosas. Y cabe preguntarse: ¿cuáles eran las constantes que regían su vida sacerdotal?

La primera: una Fe incontrovertible, una Fe gigantesca que sólo se aprende en la oración y en el ejercicio a la caridad. Don Florentino, vivía para la oración en todo momento y ejercía la caridad en todas sus posibles formas. Su Fe, era una Fe evangélica, sin excesivas necesidades filosóficas.

La segunda: una decidida vocación de obediencia al Santo Padre y a las autoridades eclesiásticas locales. El Papa, el Sr. Arzobispo y todo el Magisterio Católico afloraban a sus labios siempre que era necesario. Eran sus citas obligadas.

La tercera: su especial forma de entender la liturgia y la vida sacramental. Sus misas eran breves, pero a la vez bien dichas, sin prisas, llenas de sentimiento y recogimiento; y sus sermones, un modelo de oratoria sagrada, en la que nunca faltaba el mensaje de amor y esperanza, pese a los cinco minutos que dedicaba a sus sermones y homilías. Por lo que a la vida sacramental se refiere, era un apasionado confesor, dedicando gran parte de su vida sacerdotal a pacificar conciencias, a llevar la paz de Dios a los hombres.

Y, la cuarta y última: María, la madre de Dios, la gran intercesora, le ocupó horas de estudio y escritura, dejándonos un testamento literario muy apreciable de mariología popular local. Pero no sólo eso. Para él, María debía ser bendita y alabada en todo tiempo y lugar. Por ello, creó en Oviedo la Cofradía del Santo Rosario, primero entre alleranos residentes en la ciudad y después para el común de los ciudadanos.

Don Florentino ha pasado por este mundo dándolo todo, sin pedir nada a cambio, porque esa es la misión del sacerdote. Por eso, su imagen diminuta, seria, elegante, distinguida, apacible y bondadosa, no se borrará fácilmente de la memoria de quienes le conocimos, le apreciamos y le quisimos.

Y, ya para completar este recuerdo, que no despedida, dos cosas más; una: sigue protegiéndonos desde el lugar privilegiado al que sin duda has llegado. Es un ruego encarecido. Y dos: no te vayas del todo; queremos verte volver a nuestros altares. Y, se nos antoja que no va a ser tardando mucho. Ojalá sea así.

Entre tanto, goza de la eterna bienaventuranza y acuérdate de nosotros.