Empezó a sonar el turullu, bien fuerte. Y las campanas de la iglesia de Santa Bárbara repicaban sin parar. Los vecinos del valle de Turón supieron en el acto que aquel 14 de agosto de 1967 no era un día como otro: el turullu y las campanas anunciaban siempre la muerte en la mina. Y, esta vez, la pena era mucha. Habían muerto once mineros por la explosión de una bolsa de grisú, en la mina Santo Tomás. Las familias se agolparon en la bocamina durante horas, rezando para que los suyos salieran en pie. En esa misma bocamina, ayer, se conmemoró el 50 aniversario del accidente. Una tragedia que marcó un antes y un después en el sector del carbón.

Ajeno al turullu y a las campanas, un chaval de catorce años pasea por Santullano. Es Julio Vázquez y está contento por las vacaciones de verano. "Algo escuché entonces por la calle de que había un accidente, pero no sabía ni donde ni nada", explicó ayer, medio siglo después, emocionado en la bocamina del Santo Tomás. En el portal de su casa, un vecino le dijo: "Julio, sube anda, que mancose tu padre en la mina". "Mancase en la mina", ese aviso que en las Cuencas sólo sirve para aplazar un poco el dolor. Subiendo las escaleras, escuchó los gritos de su madre. Y el lloro de su hermana, de cuarenta y cinco días, que martilleaba las paredes. "Allí me dijeron que mi padre estaba muerto", relata. Con catorce años, pidió una concesión: "Quiero ver a mi padre cuando lo saquen".

Quería recordar siempre a Manuel Vázquez "Pontoná". Un padre que le adoraba. Que salía al plano cuando sabía que su hijo andaba por La Cuadriella (la localidad justo enfrente de la explotación) sólo para saludarlo. Que le llevaba a casa el cobre que sobraba para que hiciera abalorios para su madre. El hombre que, sólo cuarenta y cinco días antes, había llorado de alegría al coger a su hija recién nacida en brazos. Con los ojos llenos de lágrimas, ayer Julio recordó que el accidente "ocurrió un lunes, tal día como hoy".

María Luisa Díaz también recuerda que era lunes. Un día antes de perder a su padre en la mina fue a despertarlo a la cama, como hacía todos los domingos. Ella tenía once años y disfrutaba de aquella cariñosa tradición: "Él me abrazaba, me daba besos, y me dejaba echarme un rato más". "¡Qué ganas tengo de que seas moza para ser güelu!", le dijo aquel día. Veinticuatro horas después, "mi hermano corrió desesperado hasta la bocamina y se enteró de que había muerto". El grisú durmió para siempre a Juan Díaz, pero no le dejó cumplir su sueño.

Por ellos y por sus nueve compañeros. Carlos Vega, máximo impulsor del homenaje, encabezó ayer el acto del 50 aniversario. Los familiares y asociaciones del valle, además del Ayuntamiento y la Asociación Cultural y Minera "Santa Bárbara", depositaron flores a la entrada de la bocamina. "Esta es la parte más dura de este valle, los peores recuerdos que nos dejaron los pozos", afirmó el alcalde, Aníbal Vázquez (IU). Entre el público también estaban representantes del PSOE, Juan José Fernández, secretario general de Hunosa; y líderes de Comisiones Obreras (CC OO) y el SOMA. El secretario del sector minero del SOMA-FITAG-UGT, Gerardo Cienfuegos, subrayó que el accidente en Santo Tomás "marcó un antes y un después en la seguridad del sector".

Llega el final del homenaje, y el Coro Minero entona "Santa Bárbara Bendita". Aquilino Fraile mira a la bocamina: "Yo trabajé aquí, los conocía a todos". En 1945, andaba diez kilómetros al día para trabajar nueve horas en la explotación. Cobraba siete pesetas al mes. Un hombre moreno mira la placa que acaban de descubrir en la bocamina. Está la foto de todos: Celestino González, Manuel Vázquez, Félix González, Rafael Alonso, Francisco Lobeto, Luis Flórez, Juan Díaz, José Antonio López, Manuel Granda, José Martínez y Adriano Augusto Teixeiro.

El hombre moreno, Sergio Rodríguez, detiene la vista en este último nombre: "Me salvó la vida, esta mina era un matadero". Teixeiro le cambió las vacaciones en la fecha del accidente, para que él pudiera ir a una boda en su Portugal natal. No fue a esa fiesta. Volvió cuando supo la noticia. Llegó a Turón el día del entierro y aprovechó que las 20.000 personas que acudieron al oficio estaban ya fuera de la iglesia. Apoyó la mano sobre el ataúd de Adriano y lloró en silencio. "Obrigado", le susurró antes de que se lo llevaran al cementerio.