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Arriba, un homenaje del pueblo de Lancetillo (Guatemala) en honor de Juan Alonso. A la izquierda, la tumba del religioso, asesinado por defender a los indígenas, junto a dos imágenes suyas. | Arcadio Alonso

“Cuérigo de mi raíz y mi semilla”

La aldea natal del misionero mártir Juan Alonso celebra hoy una eucaristía en su recuerdo y homenaje, un año después de su beatificación en el Quiché (Guatemala)

Con ocasión del primer aniversario de la beatificación del sacerdote asturiano mártir Juan Alonso Fernández, de la congregación Misioneros del Sagrado Corazón, la parroquia de su aldea allerana natal de Cuérigo ha programado una solemne celebración eucarística de acción de gracias como expresión de homenaje y veneración a él y a los otros ocho compañeros mártires del Quiché (Guatemala). El hecho de que sea el primer misionero beatificado de la unidad parroquial del Alto Aller honra y enaltece a todo el concejo, a la vez que hace revivir en la comunidad diocesana la memoria de San Melchor de Quirós, patrono de los misioneros asturianos y primer mártir asturiano proclamado por Roma santo.

La muerte martirial, en cuanto expresión culminante de la fe que se profesa, o también como ofrenda voluntaria de la propia vida y don de sí mismo en favor de otros, remueve lo más hondo de nuestro ser de cristianos y es también, para cualquier ser humano con sensibilidad y finura de espíritu, un testimonio que le hace sentirse, de un modo u otro, interpelado y concernido por él. No me ha causado extrañeza el hecho de que personas individuales o asociaciones solidarias, inspiradas en modos de pensar diferentes o en creencias de muy diverso signo, hayan manifestado públicamente o en privado el aliento y estímulo que significó para ellas su opción en favor de las etnias indígenas mayas del departamento del Quiché, que estaban siendo acosadas y masacradas, expoliadas de sus bienes, agredidas en su identidad cultural y prácticamente excluidas de futuro. Una vez más, se pone en evidencia que salir al encuentro del otro que está indefenso o se siente impotente, luchar por defender su dignidad y sus derechos, exponer la propia vida compartiendo situaciones inhumanas de violencia e injusticia, son actitudes que aproximan y unen, crean espacios nuevos de entendimiento y activan o reaniman el empeño común de ser artífices de humanización.

“Cuérigo de mi raíz y mi semilla”

Sigue siendo también aleccionador, a mi entender, la atención solícita que él prestó, a lo largo de sus veinte años de labor evangelizadora y promocional, a evitar por todos los medios acostumbrarse a ser sacerdote y misionero, intentando mantener intacta la experiencia de gozosa novedad inicial, sin ceder al cansancio, la desgana o el estéril conformismo. Porque es un hecho fácilmente comprobable, muy familiar a los estudiosos del comportamiento, que en cualquier oficio, profesión o estado de vida, desde el más humilde al más excelso, la inercia de la repetición y la fuerza del hábito anulan el impulso creativo de la persona y de su disponibilidad para renovarse abriéndose a posibilidades inéditas. Es revelador el hecho de que en su Diario misionero tuviera anotada esta lúcida observación de Unamuno: “Acostumbrarse es comenzar a no ser”.

“Cuérigo de mi raíz y mi semilla”

La reliquia del nuevo beato que se conserva en un altar lateral de la parroquia, juntamente con el documento oficial que acredita su autenticidad, hace visible, de algún modo, el sentimiento de presencia que siguen teniendo de él en su pueblo natal, al que solía evocar en sus escritos como “Cuérigo de mi raíz y mi semilla”. En ese marco físico natural y entrañable entorno humano, transcurrieron sus años de infancia y adolescencia, se inició su proceso de formación, fue haciéndose explícito su mundo personal de valores, sintió por primera vez y tomó forma definitiva la vocación de Juan a la vida misionera. En la iglesia parroquial que ahora festeja y venera su memoria, fue bautizado, en 1933, y celebró su primera misa, en junio de 1960, pocos meses antes de partir hacia el Quiché, donde realizó su labor pastoral y tareas promocionales hasta su muerte martirial, en febrero de 1981.

Al cumplirse treinta años de este acontecimiento, tuve la ocasión de escuchar en la iglesia del poblado de Lancetillo, construida por él, uno de los himnos que los indígenas mayas compusieron en su honor y cuyas estrofas, acompañadas de la melodía de la marimba, finalizaban con esta expresión emotiva: “Seguid con nos, padre Juan, seguid con nos”. Con palabras sencillas, pero muy expresivas, iban desvelando la percepción que todavía ahora siguen teniendo de sus enseñanzas, de su trabajo tenaz, de su decisión de compartir con ellos las vicisitudes de su historia cotidiana y de la ofrenda final de su vida en favor suyo. El cántico finalizaba declarando con voz solemne y unánime: “Vos sois ya tierra de nuestra tierra / Porción sagrada de nuestra herencia maya”.

Son palabras espontáneas, despojadas de enredos y artificios, no contaminadas por esa palabrera algarabía que confunde, distrae, distorsiona e incomunica.

Palabras del pueblo maya a un amigo que supo ser para ellos testigo cabal de la fe que compromete, de la esperanza que reanima y vigoriza y del amor que rehace y libera.

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