Es inevitable que el tiempo, a su inexorable paso, vaya borrando huellas y hasta sendas que un día ya lejano fueron vitales para el desarrollo de una buena parte de la sociedad de un pueblo. Afortunadamente la historia está ahí, incluso impresa en documentos fehacientes y fiables, para refrescar memorias y en ocasiones dejar sentenciado el popular dicho de que "todo tiempo pasado fue mejor".

Esta reflexión viene a la memoria viva de quien suscribe, al encontrarme, hace unos días, así de bote pronto, con la figura de un mierense de pro, que aún se atreve, pese a sus noventa y pico años, a dejar desgranar recuerdos y vivencias de su niñez, juventud y de una buena parte de su vida en torno a una faceta esencial de cualquier conjunto ciudadano, tal es el caso de la enseñanza. ¿Quién mejor que Marcelino Camporro para refrescar memorias y alimentar el recuerdo de traer, a este espacio, desde luego en formato reducido, la huella inconfundible de los Hermanos del "Baberu", es decir, los Frailes de la Doctrina Cristiana o de San Juan Bautista de La Salle que, en su largo periplo mierense, protagonizaron una etapa inconfundible con la formación y modelaje de varias generaciones, en este caso de la villa y corte, aunque su labor estuvo abiertamente repartida por otras localidades asturianas, especialmente de las cuencas mineras de la zona central?

No es cuestión de milimetrar aquí ese trabajo permanente y especial que abarca un periodo cercano a los setenta y cinco años, casi todos ellos concentrados en el llamado Colegio "Santiago Apóstol" y durante una larga temporada en la Escuela de Aprendices, ambas dependiente de Fábrica de Mieres. Esa misión resulta imposible por las mil y una peripecias que salpica la historia. Tampoco es misión de este artículo calibrar si aquel estilo de enseñanza, acorde con la época, resultaría, a estas alturas, valorado como mejor o peor que el actual. Esas son cuestiones de análisis específico, consecuente y acorde con los cánones de la historia.

Partamos del hecho de que hasta el comienzo de la década de los setenta del pasado siglo, el colegio seguía manteniendo su tónica de instrucción bajo los mandatos que entonces se estilaban, a saber, fuerte ejercicio de memoria para acomodar en mentes y tonos de sapiencia el fuerte contenido de las populares asignaturas, al menos de aritmética hasta los niveles de álgebra, geometría con sus connotaciones lineales, planas y tridimensionales, geografía con el reparto territorial del momento a nivel nacional y mundial, más los accidentes geográficos e hidrográficos, urbanidad, junto con contenidos de relación humana, sin olvidarse, por supuesto, del deporte en sus más expresivas facetas y de cuya "escuela" salieron algunos deportistas para alcanzar, incluso, el listón nacional. Es el caso concreto del hockey sobre patines, nacido en el seno del colegio y que con sus mejores galas y jugadores llegó a la división de honor del deporte, por aquel entonces dominado a través de la supremacía catalana.

Sin embargo hay dos aspectos que sobresalen en el conjunto de los distintos factores de la enseñanza que impartían los Hermanos del "Baberu" (así llamados popular y cariñosamente, por su distintivo blanco bajo la barbilla). Y fue, en primer lugar, la formación religiosa, tal como era de esperar, dada su condición de apóstoles de la Iglesia. Un simple detalle determina esta realidad. Era condición indispensable aprenderse, por completo, el catecismo de aquellos tiempos con la particularidad de saber pregunta y respuesta, para lo cual se imponía "rueda" general de todo el alumnado de una clase, siendo un alumno quien realizaba la pregunta y otro contestaba la respuesta. A ello se unían adornos eclesiales como el "ejército de Cruzados" y otras manifestaciones propias de la Doctrina Cristiana.

La segunda cuestión, ya de menos calado, se refería a la obligatoriedad de adquirir una caligrafía inglesa impecable en los famosos cuadernos que para tal fin eran editados. Este detalle, simple si se quiere, dejó huella cara al futuro y aún hoy existen muchos alumnos del viejo colegio que presumen de su estupenda forma de escribir. Fue un santo y seña de la época y de la idiosincrasia educadora de los del "baberu".

Tiempo hubo, durante la segunda parte de los años cincuenta, que la escasez de religiosos exigió tomar medidas para paliar el problema y la salida fue contratar a personal seglar, algunos maestros con título, otros a base de cierta preparación, que con la categoría de instructores de primaria hubieron de hacerse cargo de algunas clases, las inferiores de primaria, casi siempre en el bloque de las aulas denominadas con la letra B, mientras que los propios frailes regentaban las de la letra A, salvo las excepciones de rigor. Y aquí viene otro asunto de órdago que abarcaba a todo el conjunto. Y es que, por la gran afluencia de alumnos, en su gran mayoría hijos de productores y empleados de la Fábrica de Mieres, las clases se saturaban hasta alcanzar, en algunos casos, el censo de alumnado en torno a los setenta, siendo este un número que, afortunadamente, con el paso de curso a nivel superior iba decreciendo. En el capítulo de los instructores seglares destacan nombres como el de Manuel Luis -caso especial por pasar del último curso de la escala, a dar clase de primero y además ser uno de los grandes descubrimientos del hockey sobre patines-; José el de La Villa, el maestro con título de León Generoso; el gallego de adopción Fernando, el que había sido miembro de la orden Fausto; los mierenses José Antonio, Velasco, Luis, Quini y Sandúa; y alguno más que sin duda se queda en el tintero.

Y llegó el final. Fue como consecuencia del éxodo paulatino de la siderurgia hacia el litoral asturiano y la constitución de Hunosa. De principio el colegio fue asumido por la empresa minera y, posteriormente, cedido al Ministerio de Educación y Ciencia, con lo que se convirtió en centro público pasando a formar parte de la red mierense y por añadidura de sus nuevas y crecientes directrices de enseñanza. Para la historia quedan dos momentos inolvidables, la celebración de sus bodas de oro por los años cincuenta y el centenario nada más superar el siglo XX, en 2004. También contó, durante un buen tramo de su historia, con la Asociación de Antiguos Alumnos de la que Marcelino Camporro fue fundador y presidente. Y en la mente de muchos alumnos quedó la huella de los hermanos Pablo (director), Jerónimo, Constantino, quien recibió la medalla de Mieres, por citar una pequeña representación.

¿Y qué fue de la Escuela de Aprendices? He aquí una segunda parte que, por su envergadura merece un tratamiento específico. En un cercano futuro tendrá el planteamiento adecuado y merecido, porque, además, como bandera de presente y porvenir, ha dejado lugar para la Asociación de Antiguos Alumnos, movimiento que ha sabido perpetuar su trayectoria, sus pasos y un inolvidable balance.