Nunca ha sido Pedro Castrortega (Piedrabuena, Ciudad Real, 1956) un artista fácilmente clasificable, ni creo que haya pretendido serlo cuando su obra se ha venido caracterizando por mantener un discurso abierto a distintas formas y tendencias, en permanente inquietud renovadora. Incluso en la etapa que por mi parte mejor recuerdo, de los años noventa, que nos ofrecía en las superficies de sus pinturas una especie de campo de huellas, dos o tres formas, signos, marcas o tatuajes, personales morfologías como emblemas gráficos sin referente dialogando en la estructura compositiva, hubo quien decidió que aquello era pintura «conceptual», lo que no impidió que fuese seleccionada para participar en la famosa colectiva «Líricos del fin del siglo», en el 96, que suponía una glorificación de la abstracción lírica expresiva y en la que, como se sabe, estuvieron también los asturianos Luis Fega, Javier Riera y Manolo Rey Fueyo.

Trae ahora Pedro Castrortega un discurso de significados nuevos, en pintura y en escultura, y mayor complejidad formal. Una especie de «vanitas» mágico-barroca, preciosista fantasía esquizofrénica, imaginería conscientemente caótica y algo narcisista que sólo en la desconfianza de la realidad y en el gusto por el encanto de lo casual tiene relación con un surrealismo abstracto. Me recuerda aquel «pinto lo que quiero, cuando quiero», de Hockney, esta obra de Castrortega que no parece tener más referencia que su propia imaginación y a la que da forma con efectos y recursos manieristas, pero también refinados, en un vaivén de elementos cromáticos y formales que distribuye como en un ejercicio de prestidigitación de la imagen. Quiere moverse en el terreno de lo no dicho y en su ritual de signos y figuraciones se complace en el lenguaje, huyendo de lo anecdótico o narrativo para instalarse en una estética de ambigüedad que ni siquiera pretende ser provocativa o perturbadora, pese a las extrañas metamorfosis y fragmentadas morfologías humanas de tanto protagonismo en la fabulación.

Y eso sucede porque lo que prima, sobre todo, es lo plástico. De modo que formas, signos, objetos y colores sólo existen en función de lo que conviene al interés artístico del pintor o escultor; actúan -con independencia de su rareza o equívoca simbología y en relación con los demás elementos fragmentados- para el fin común de la eficacia en la escenografía de la composición. En los bodegones, que parecen armados sobre raquetas de esquí que les dan cuerpo sin profundidad, en la pintura sobre papel que resulta especialmente seductora o en las esculturas a las que sazona con un irónico toque kitsch. Todo es más lúdico que onírico en esta obra de Pedro Castrortega, en la que, por lo demás, pone de nuevo de relieve la calidad de su obra en el dominio de los elementos plásticos.