Es sabido que cuando los artistas del pop art devolvieron la llamada «realidad» al escenario universal de la pintura, tras su desestimiento por parte del expresionismo abstracto, esa realidad vino determinada en el caso de los pintores norteamericanos por la despersonalización y la anulación de toda proyección sentimental en la obra, dedicada a la descripción más bien superficial de objetos y formas de vida relacionados con lo que se dio en llamar la sociedad de consumo. Adoptaron una pintura que en lo formal se apropió de la planitud preconizada curiosamente por Clement Greemberg, el «papa» del expresionismo abstracto, para expresarse con un lenguajes predominante gráfico, de inmediatez visual, propio de las ilustraciones de medios de comunicación y vallas publicitarias.

La anterior exposición de Helena Toraño (Llanes, 1984), que tuvo lugar en la Sala Borrón de Oviedo, se titulaba «Pop», toda una declaración de intenciones, aunque la artista se preocupaba de puntualizar que su cercanía a la tendencia venía referida en concreto al pop art británico, de mayor sustancia plástica, componente imaginativo, sentido del humor, pictoricismo y complejidad intelectual que el neoyorquino. Aclarado esto, digamos que la mayor parte de las imágenes que vemos en la presente exposición están en la línea de aquella anterior de Borrón, con el mismo encanto, frescura y vivacidad gráfica y colorista en la singularidad de sus personajes, quizá ahora más evocadores de los felices años 20, con nostálgicos iconos cinematográficos o musicales. Estos personajes, como encapsulados en el tiempo, han sido creados con más vocación de ser figuras que cuerpos: no pesan, no enfatizan su presencia física. En realidad, y eso es lo más «pop», son imágenes idealizadas, como ilustraciones de las revistas de moda de aquel tiempo que se muestran como siluetas en un escaparate destilando fragilidad, gracia y descaro juvenil, incluso buscando un desenfadado «kitsch», aunque también es verdad que bien integrados plásticamente en composiciones armonioasmente unificadas por la luz y la descripción del espacio de la representación.

Sucede sin embargo que, con independencia de dichas imágenes, aparece en esta exposición otra serie de pinturas en las que, contrariamente, Helena Toraño configura un entorno íntimo, articula en la frontalidad de planos yuxtapuestos una narrativa propia, un mundo más íntimo y contado en primera persona. Aquí la iconografía se adensa, se concentra en esos primeros planos que comparten un espacio aplanado y sin perspectiva sumando contenidos que describen emociones y recuerdos: flores, libros, objetos, fotos, fotos de bodas familiares que se reiteran y cargan la superficie del cuadro de humana nostalgia. Alguien escribió que cualquier artista que haya sobrevivido a la infancia debería tener material suficiente para toda su vida y, si es así. flores, libros y fotografías deben ser para Helena Toraño material de primera. Una interesante exposición muy grata de ver, entre otras cosas por una serie de pinturas de óleo y acuarela sobre tela, de pequeño formato, que resultan especialmente seductoras.